Columna publicada por Idea País.
Por Ignacio Stevenson.
Christopher Dawson nació en 1889 en Hay Castle, Gales. A los 25 años, cuando comenzaba la Primera Guerra Mundial, se convirtió al catolicismo. El impacto que tuvieron sobre él John Henry Newman y el Movimiento de Oxford se transluce en prácticamente todas las páginas de su obra. Era este un movimiento que había surgido en gran medida al calor de la búsqueda de las raíces (históricas y teológicas) de la Iglesia y el cristianismo, en gran contacto con las fuentes y, sobre todo, con los escritos patrísticos.
Como hombre de su época, fue un entusiasta de Toynbee y Spengler, aunque la fuente de penetración histórica más profunda fue siempre para él la obra de san Agustín, y particularmente De Civitate Dei. En la estela de Dawson (y de Newman, por tanto), encontramos a otros católicos ingleses de gran calado como T. S. Eliot o Tolkien.
Las ideas de Dawson pueden esclarecerse desde la misma tradición a la que pertenece. En el siglo XII, Hugo de San Víctor explica que el modus legendi (el método de lectura) tiene dos partes principales: la divisio, que corresponde al ingenium, y la colligatio, que corresponde a la memoria. Así, todo proceso de aprendizaje tiene una fase de división y otra de recopilación. Se distingue y se une. Ambas fases son creadoras, y solo en el binomio completo se llega a la comprensión exigida por las diversas temáticas. Esta idea es la que se ensombrece junto con la pérdida de la educación retórica en los albores del siglo XX.
Dawson arremete contra esta decadencia retórica, explicando que, mientras el proceso de especialización ha aumentado, nuestro conocimiento de casi todos los aspectos de la historia ha disminuido, pues se ha separado lo que se debía unir y agrupar. La historia, apunta, no consiste meramente en la laboriosa acumulación de hechos, como sostenía la moda de su época cristalizada en la Introduction aux études historiques de Langlois y Seignobos.
Frente a esta historia materialista se levanta Dawson como un historiador espiritual. Se rebela contra los presupuestos del historicismo. Considera que las causas últimas de los procesos históricos son las fuerzas espirituales. Podríamos decir que el tema fundamental de toda su obra se cifra en demostrar históricamente que en la base de las civilizaciones está siempre la religión, y, en particular, que la civilización occidental se levanta sobre los fundamentos de la religión católica. En Dawson, el historiador no puede desaparecer detrás de los documentos: las dos fases constitutivas del conocimiento histórico son, al mismo tiempo, descubridoras y creadoras.
La historia es un tipo de conocimiento por investigación que implica más que dividir el saber hasta sus detalles más insignificantes, para rodearse de un áurea de erudición, sin haber llegado a tener verdadero conocimiento del hombre. Como parte de las humanidades, su objeto no puede dejar de ser el estudio del ser humano, y, para ello, se requiere este doble proceso de divisio y colligatio que permite pasar de la mera erudición a la
sabiduría. Solo en este segundo estadio la disciplina tiene justificación en la vida personal y social.
Dawson murió en Inglaterra en 1970, dejando una obra notable y muy accesible para el público culto. No son libros «eruditos» o secos, aunque se levantan desde una erudición aplastante. Tampoco es, por tanto, un mero «experto en ideas generales». Es un conocedor de las fuentes y un insuflador de espíritu creador. Escribe ensayos donde prima la claridad y la buena pluma. A la comprensión, sigue una composición que permite hacer simple lo complejo, y entregar, meditada por una mente profunda, la más profunda realidad en el tiempo.
«Los lectores de sus libros están familiarizados con las virtudes de Christopher Dawson», escribe Toynbee en su introducción a Los dioses de la Revolución. Hoy corremos el riesgo de que esas virtudes se ignoren, porque esos lectores escasean. Reavivar la lectura de Dawson es, sin duda, de lo más provechoso que puede hacerse
en esta época de desorientación.