Por Alejandro Cifuentes
I.- Introducción
Permítaseme comenzar la siguiente potencia con una alusión a C.S. Lewis. En una de sus obras, titulada Studies in words, el inglés señala que existe una extraña, pero habitual tendencia en el lenguaje según la cual las palabras que un comienzo significan algo valioso y bueno, al poco andar mutan su significado hasta llegar a un significado casi opuesto: «dale a una buena cualidad un nombre y ese nombre pronto significará un defecto» (Lewis, 1960, p. 173). Ejemplos de esto hay varios –de eso va el libro mencionado–, sin embargo, de entre todos ellos creo que hay uno particularmente elocuente, a saber, el de la «sencillez»: virtud carísima a los ojos de Dios que hoy las más de las veces no es sino un eufemismo para designar al pobre, al indefenso e incluso al idiota (Cf.: Lewis, 1960, p. 173).
Dicho lo anterior, creo que es necesario notar que los términos «amor» y «amistad» –objetos de la presente ponencia–, también han padecido la misma suerte. Confieso que, yo mismo tampoco no estoy del todo cómodo con el título de la ponencia: «Notas para una Teología de la amistad», por cuanto que parece referirse a algo edulcorado, superficial y «bonito» desde un punto de vista sobre todo sentimental. Ahora bien, según espero mostrar, la situación no es sino radicalmente opuesta. Como veremos, vamos a tratar de cuestiones de la más alta importancia en la vida humana.
II.- El fin último del hombre como intelección de Dios
Hecha la precisión anterior, volvamos la mirada ahora hacia santo Tomás. Nuestro itinerario comienza en uno de esos pasajes que son por todos conocidos –y lo son precisamente porque siempre tienen algo que mostrar. Estoy hablando del comienzo de las Cuestiones disputadas acerca de la verdad, cuestión II, artículo 2. Dice aquí santo Tomás que «ha de saberse que, en una cosa, cualquiera que sea, pueden encontrarse perfecciones de dos modos» (De Veritate, II, 2). y luego continúa: «del primer modo, según la perfección de su ser, que le compete en virtud de su propia especie» (De Ver, II, 2). Es decir, todo cuanto existe, existe siendo algo, razón por la cual posee una cierta perfección. Ahora bien, como lo señalaba antes el Aquinate, a este modo de considerar la perfección de una cosa le sigue un segundo modo:
porque el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra cosa, entonces en cualquiera cosa creada, para una perfección de esta clase, tanta falta de perfección absoluta falta, cuanta perfección en las otras especies se encuentra; así, pues, la perfección de cualquier cosa considerada en sí misma es imperfecta en cuanto que perfección de una parte del universo todo. (De Ver. II, 2)
Vale decir, como contraparte de lo anterior, que en la medida en que algo sea lo que es, no será nada más. El hombre, por ejemplo, en cuanto hombre está privado de las perfecciones propias del ave, a la vez que el ave también está privada de las perfecciones del hombre. De este modo, aquello por lo que cada ente posee una cierta perfección, a saber, su forma, es también la causa de que sea imperfecto en relación con la totalidad de lo existente.
Así las cosas, todas las criaturas existen según esta doble disposición: en virtud de que poseen una forma propia son verdaderamente poseedoras de propia perfección, esto, sin embargo, al costo de ser necesariamente imperfectas en relación a la totalidad de lo existente. Y es que no podría ser de otro modo. En la medida en que son distintas de Dios –pues de lo contrario no podrían ser criaturas– su perfección debe comportar, al modo en que hemos señalado, un grado de imperfección.
Ahora bien, si se la considera con detención, esta doble disposición de las criaturas resulta un tanto inquietante. En efecto, todas las criaturas, al decir de santo Tomás, han sido hechas para «conseguir su perfección, que es la similitud de la perfección y de la bondad divina» (Summa Theologica I, q. 44, a, 4). Es decir, si tienen perfección propia, no la tienen sino para imitar la infinita perfección de Dios. Con todo, aquello que les da su propia perfección, a la vez, la limita, según hemos señalado. Así, pues, la causa de que las criaturas puedan aspirar a imitar la infinita perfección de Dios es, a la vez, causa de que no puedan alcanzarla.
Resulta, decíamos, inquietante que esta sea la situación de la creación: pareciera que ha sido hecha para un fin que, por su misma constitución ontológica, no puede alcanzar. Sin embargo, señalará santo Tomás:
Para que haya un cierto remedio a este tipo de imperfección, se encuentra otra clase de perfección en la en las cosas creadas, según la cual la perfección que es propia de una cosa se encuentra en otra; esta es la perfección del cognoscente en cuanto cognoscente, puesto que según esto algo es conocido por el cognoscente de modo que lo conocido mismo está en el cognoscente, por esto se dice en el libro tercero del De Anima que «el alma es en cierto modo todas las cosas», ya que naturalmente puede conocerlo todo. Y de este modo es posible que en una sola cosa exista la perfección del universo todo. De ahí que esta sea la más alta perfección que puede advenirle al alma, según los filósofos, que en ella se describa todo el orden del universo y sus causas; en esto cifraron también el fin último del hombre que, según nosotros, será la visión de Dios (De Ver II, q. 2).
En su infinita sabiduría y –sobre todo– en su infinita bondad, Dios ha dispuesto un cierto remedio, según las palabras del Doctor Angélico, para poner solución a la aparente contradicción de la que dábamos cuenta. Por medio del conocimiento, puede la criatura poseer intencionalmente en su interior las perfecciones de todo cuanto existe: puede compendiar la realidad toda en un único verbo interior, en cuya posesión, de cierto modo, hace presente para sí las perfecciones todas del universo todo. Ya no se dirá imperfecto el ente dotado de intelecto, aun cuando se le compare con la perfección del universo completo, puesto que de cierto modo puede trascender su ser natural para «infinitarse» en el ser.
Frente a tal dignidad del acto cognoscitivo –que no es sino un modo de ser más perfecto–, resulta natural que, como señala el Aquinate, este pase a ser el blanco de todos nuestros deseos, aquello que perseguimos en cada uno de nuestros actos. Tan solo en la intelección de la divina esencia se aquieta el corazón del hombre, puesto que allí se da cumplimiento a su más fundamental deseo: poseer en sí toda perfección existente, a semejanza de la primera causa que es Dios. En una palabra, «es, pues, el fin último del hombre el conocimiento mismo de Dios» (Summa contra Gentiles, III, 25).
III.- El problema del amor
A partir de lo dicho, es manifiesto que dentro del pensamiento de santo Tomás no hay mayor bien para el hombre que alcanzar la intelección de la esencia divina. Excepto, señalará el mismo santo Tomás, si estudiamos al hombre, no considerado en abstracto, sino según las condiciones actuales de nuestra vida terrena. Y si hacemos tal, precisará el Aquinate, existe un mayor bien para el hombre que la intelección de Dios, a saber, el amor de Dios.
Esta idea se encuentra en varios lugares de la obra del Aquinate, sin embargo, el locus clásico está en el Tratado del hombre, cuando se pregunta si acaso la voluntad es una potencia más eminente que el intelecto, a lo que responde del modo que sigue:
La eminencia de una cosa con respecto a otra puede considerarse de dos modos: de uno, absolutamente; de otro, relativamente. […] Luego, si el intelecto y la voluntad se consideran absolutamente, el intelecto es más eminente. Ahora bien, si se los compara relativamente, a veces la voluntad es mayor que el intelecto; a saber, […] cuando una cosa es buena y más noble que el alma en la que está el concepto entendido; por comparación a dicha cosa, la voluntad es más eminente que el intelecto (S.Th. I, q. 82, a. 3).
Como señala el Aquinate en su respuesta, si se las compara de modo abstracto y en absoluto, es claro que en el hombre la inteligencia resulta más noble que la voluntad. Ahora bien, si salimos del plano abstracto y consideramos al hombre que está aquí en esta sala, el esquema cambia. En efecto, si nos pensamos a nosotros mismos tal como nos tenemos en este momento, resulta que el intelecto no es necesariamente más digno que nuestra voluntad. Antes por el contrario, como dirá el Aquinate, referidas nuestras facultades superiores a un objeto más eminente que nosotros, la voluntad será superior al intelecto, puesto que, mientras que la voluntad tiene por objeto a la cosa en sí, el intelecto tiene por objeto a la cosa en cuanto que, de cierta manera, existe en el alma del cognoscente. Es decir, mientras la voluntad se relaciona con su objeto de inmediatamente, el intelecto se relaciona con su objeto mediante el cedazo del concepto. De este modo, al querer algo superior, el hombre no le resta ni un ápice de perfección a lo que ha hecho objeto de su voluntad, mientras que al conocer algo superior, el hombre rebaja la perfección de lo que ha hecho objeto de su entender, según su la medida de su intelecto. Como reza el adagio latino, quidquid recipitur secundum modum recipientis recipitur: lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente.
A partir de esto –sentenciará luego el Doctor Angélico– debemos concluir que en este mundo «es mejor amar a Dios que conocerle» (S.Th. I, q. 82, a. 3). Pero, ¿no entra esta afirmación en conflicto abierto con lo que veníamos diciendo? Por una parte, vemos que santo Tomás nos señalaba que no hay mayor bien para el hombre que la intelección de la divina esencia y, a continuación, nos dice sí que hay un bien mayor para el hombre en esta vida: el amor de Dios. ¿No es esto una clara inconsistencia?
Podría argüirse que se están comparando dos planos distintos, como han hecho muchos de los lectores de santo Tomás: en un caso estamos hablando del fin último en absoluto y en otro caso del fin último en el marco de esta vida. Es cierto que hay una distinción, sin embargo, lejos de solucionar el problema, introducir este dualismo solo lo profundiza, puesto que un plano incluye al otro. Pero, en virtud del tiempo, obviemos este problema, puesto que hay otro mayor.
Existe un pasaje de la Summa, ignorado de continuo por muchos de los lectores de santo Tomás en el que, como respuesta a una objeción, se lee que el Aquinate afirma lo que sigue: «el amor –la dilección– de Dios es mayor que su conocimiento, sobre todo en el estado de esta vida» (S. Th. II-II, q. 27, a. 4). Nótese: «sobre todo en el estado de esta vida». Si hacemos caso al sentido habitual de las palabras, parece que santo Tomás señala que, no solo en esta vida, sino también en la otra, aunque con menor intensidad, se cumple lo que señalaba: que el amor de Dios es mayor que su conocimiento.
Contra lo que muchos han pretendido, es innegable la existencia de esta «tensión» dentro de la obra del Angélico. Dirá Pietro Parente que, «teniendo en cuenta la diferencia entre la función del intelecto y de la voluntad en esta vida y la misma función en la otra, siempre queda un cierto embarazo y dificultad en quien lee tranquilamente a Santo Tomás» (1945, p. 168).
IV.- Una propuesta de solución: el fin último del hombre como amistad con Dios
Llegados a este punto, ¿cómo solucionamos el problema que hemos planteado? ¿En qué consiste el fin último del hombre? ¿En un acto del entendimiento o en uno de la voluntad? Es claro que una facultad debe primar por sobre otra, puesto que «una estricta paridad hace superflua a una de las dos» (Polo, 2009, p. 295). Entonces, ¿qué hacer?
Siguiendo a Jaime Bofill, sugerimos que la respuesta a este problema estaría en situarse antes del problema:
no [se trata aquí] de contraponer amor a inteligencia, ni tampoco de buscar un imposible compromiso entre las dos corrientes que valoran de preferencia una u otra de estas dos actividades humanas; sino de poner el acento en la común raíz de que brotan y en el común destino al que en definitiva se dirigen (Bofill, 1950, p. 3).
En efecto, la inteligencia es la primera facultad en el orden de la perfección y la voluntad es la segunda, claro está. Pero ambas toman parte de la beatitud porque la beatitud no le pertenece precisamente a ninguna de ellas. Antes bien, le pertenece a la persona considerada como un todo. En este sentido, es preciso plantear la perfección humana como «dinámica», es decir, como realizada por todas las dynamis superiores. Ambas facultades toman parte integral de la beatitud, al modo en que lo señala el mismo santo Tomás al describir la beatitud –completa y acabada– en el Comentario a los Nombres Divinos:
primero la luz intelectual es dada a cada [alma] según una determinada medida, como aquello de Efe. 4: a cada uno le es dada la gracia según la medida del don de Cristo. Y, puesto que lo espiritual ha sido probado, despiertan los deseos que por ser antes ignorados se despreciaban, después de la primera recepción de la luz, ahora habiendo experimentado el conocimiento de la luz de la verdad, más se desea y a quienes desean más, más les es infundida [la luz]: el efecto, pues, de la gracia divina se multiplica, según la multiplicación del deseo y el amor, como en aquello de Luc. 7: le son perdonados sus muchos pecados, pues ha amado mucho; así, pues, se observa una cierta circulación, mientras por la luz crece el deseo de la luz y por aumento del deseo crece la luz. El movimiento circular, en efecto, según su naturaleza es perpetuo y así siempre la luz divina extiende las almas hacia las cosas anteriores por el perfeccionamiento, sin embargo, no en todos por igual, sino según la proporción de cada quien respecto a la luz: algunas, en efecto, miran más diligentemente la luz infundida, las cuales más desean y más se perfeccionan (In De Div. Nom., cap. 4).
Nótese como santo Tomás habla de una circulación: se conoce y luego se desea, este deseo acrecienta el conocimiento y esto no hace sino que aumente el deseo y así sucesivamente. Del mismo modo que el entender toma parte del amar, el amar toma parte del entender y ambos crecen en esta circulación. ¡Y es que no podría ser de otro modo!
Según hemos venido mostrando, a diferencia de las demás criaturas es capaz de Dios; puede alcanzarlo en su propia sustancia. Sin embargo, a la vez que el hombre es capaz de Dios, es absolutamente incapaz de Él. En efecto, según dice el mismo santo Tomás en reiteradas ocasiones, no hay nada, absolutamente nada, que pueda hacer el hombre por sí mismo para alcanzar a Dios. El creador trasciende infinitamente a la criatura apenas finita. Luego, si decimos que el hombre es capaz de Dios, lo decimos tan solo porque tiene la «posibilidad puramente obediencial, puramente pasiva, de que Dios, si quiere, graciosamente se le manifiesta en su mismo Ser» (Bofill, 1967, p. 92). Y es que, tanta es la pasividad del hombre frente a la adquisición de su último fin que, en estricto sentido, no se requiere ningún acto del hombre para que este alcance la beatitud. Dios podría, sin problema alguno, darle al hombre de modo inmediato su absoluta perfección. Luego, si decimos que se requiere que el hombre actúe para alcanzar su fin último, confiesa santo Tomás, lo decimos tan solo porque Dios lo ha querido «para preservar el orden de las cosas» (S. Th. I-II, q. 5, a. 7).
Ahora bien, este orden no es arbitrario, como si fuese un fruto del mero capricho. Ciertamente Dios podría develarse y mostrarse al hombre sin más, como quien revela un secreto de su intimidad en plena calle, frente a un sinnúmero de desconocidos. Es perfectamente posible que esto suceda, sin embargo, resulta más decoroso y más conveniente evitarlo. Y es que, volviendo al ejemplo anterior, quienes oigan ese secreto que se dice en plena calle se sentirán disgustados e incómodos. Se les ha mostrado algo que no se les debería mostrar. La intimidad, en efecto, merece ser resguardada de todo desconocido. Tal como sucede con el corazón: no debe salir del interior en el que está escondido. La intimidad debe permanecer cubierta. Sin embargo, dirá el Doctor Angélico, esto no significa necesariamente que no sea comunicada. Hay una clase de personas a la que se les puede comunicar la intimidad sin romper el pudor que la protege. Estos son los amigos. En efecto, dice el Aquinate: «es propio de la amistad que uno le revele sus secretos al amigo. Puesto que la amistad une los afectos, y de dos se hace casi un solo corazón, [de donde] no parece se descubra del corazón aquello que se revela al amigo» (SCG IV, 21).
No se viola la fuente sellada de la intimidad cuando se la descubre al amigo, de modo que no hay más vía para el conocimiento de Dios que la amistad. Su intimidad no puede ser aprehendida como un objeto cualquiera. Debe ser conocida según que sea manifestada; según que nos sea dicha. A Dios no le conocemos si Él antes no quiere decirnos quién es; si Él antes no quiere darse a conocer en su Verbo. Y, como hemos dicho, tan alta intimidad no debe ser revelada sino a quien ha hecho de sus sentimientos, de su querer y de su pensar indistinguibles de los que hay en Dios. Véase, entonces, cuan conveniente resulta complementar la primera definición de beatitud que hemos esbozado. No se trata de un mero conocer, antes bien se trata de conocer al amado en su interioridad, tomando parte de ella en una vida común que no es sino lo propio de la amistad. Así pues, todo parece apuntar a que la beatitud del hombre, entendida según su especie, efectivamente consiste en la intelección de Dios. Sin embargo, no se debe obviar que esta intelección se da en el orden del amor recíproco que llamamos amistad.