Omnipotencia y orden. Una reevaluación del voluntarismo de Francisco Suárez

Omnipotencia y orden. Una reevaluación del voluntarismo de Francisco Suárez

Resumen
En este artículo se busca poner en cuestión la interpretación de Francisco Suárez como un autor voluntarista. Para ello, examinaremos el planteamiento de Suárez acerca de la acción legisladora, teniendo como base el concepto de potentia o poder, que se analizará en los distintos órdenes normativos en que puede encontrarse.
Así, iremos siguiendo las exigencias de una completitud explicativa que supone el sistema suarista, dedicando un apartado al poder del pueblo, otro al poder de la au- toridad política, y, finalmente, un apartado dedicado a la cuestión del poder divino; si está la omnipotencia divina sobre el orden de la realidad, y puede Dios mandar lo absurdo, o si, más bien, la razón es hasta la última instancia el alma de la ley.


I. Introducción

La pregunta por el papel que toca a la razón y a la voluntad en el acto legislador es uno de los temas centrales de la filosofía del derecho. Ya Aristóteles intentó dar respuesta a la cuestión de si la ley es un acto racional o
volitivo.

Todos los grandes pensadores de la historia de la filosofía han afrontado este problema. Francisco Suárez —bisagra entre la filosofía escolástica y el pensamiento moderno— tiene su propia explicación de la manera como intervienen la razón y la voluntad en el acto legislador. En esta explicación, un punto importante es su definición de la ley como “precepto común, justo y estable, suficientemente promulgado”(1). En dicha definición está el origen de la crítica que se hace a Suárez por su presunto voluntarismo. El problema de esa crítica es que se funda casi exclusivamente en afirmaciones aisladas de De legibus ac Deo legislatore, olvidando pasajes fundamentales de De anima, Conselhos e pareceres, De fine hominis, Defensio fidei y Disputationes metaphysicae. Existe, por su parte, una lectura más reciente que toma en consideración la integridad de la filosofía del Eximio, y dentro de la cual se ubica esta investigación(2).

En nuestra opinión, Suárez no puede ser presentado como un autor voluntarista. Si hemos de ubicarlo al interior de una tradición de pensamiento, tendríamos que decir que su teoría se inserta en lo que se ha llamado
“intelectualismo de justificación”(3). En este trabajo examinaremos el planteamiento de Suárez acerca de la acción legisladora, teniendo como base el concepto de potentia o poder, el cual se analizará en los distintos órdenes normativos en que puede encontrarse. Así, iremos siguiendo las exigencias de una completitud explicativa que supone el sistema suarista, dedicando un apartado al poder del pueblo, otro al poder de la autoridad política, y, finalmente, un apartado dedicado a la cuestión del poder divino; si está la omnipotencia divina sobre el orden de la realidad, y puede Dios mandar lo absurdo, o si, más bien, la razón es hasta la última instancia el alma de la ley.


II. Costumbre y poder del pueblo

La costumbre es el derecho del pueblo, en cuanto instituido por él. Suárez comienza su explicación de la costumbre citando a Isidoro de Sevilla: la costumbre es el derecho creado por la práctica, que se toma por
ley cuando falta la ley(4). Sobre esta caracterización irá profundizando para conocer los presupuestos exigidos por el mismo concepto de costumbre.

La costumbre es originalmente un hecho libre(5); por lo mismo, moral. Además, es un hecho que tiene cierta frecuencia(6). Sobre la base de estas observaciones Suárez distingue la misma frecuencia de los actos libres o
costumbre formal (o quid factis) y el resultado de esa frecuencia o costumbre quid iuris(7).

El primer conjunto de condiciones para la existencia de la costumbre será, entonces, uno que podemos llamar físico. Se trata del grupo de presupuestos que dan origen a la costumbre quid factis. El segundo conjunto de
condiciones apunta al posible paso del hecho al derecho, pues no cualquier costumbre de hecho se constituye en una realidad jurídica(8). De este modo, como nota Suárez en Conselhos e pareceres, no basta que la costumbre sea inmemorial para dar jurisdicción(9).

El conjunto de condiciones para el paso del hecho al derecho podría describirse de la siguiente forma: deben ser actos no viciados, públicos y voluntarios, que provengan de una comunidad política perfecta, y que  cuenten, por parte del pueblo, con la intención de crear derecho, y, por parte de la autoridad, con aceptación al menos tácita.

Un acto se reputa “no viciado” cuando es adecuado a la razón y cuando, además, es razonable. Suárez explica que la costumbre de hecho, en cuanto que versa sobre acciones morales, tiene que sujetarse a la razón, o sea, a la ley natural(10). Justamente por ser la costumbre qud iuris una consecuencia de actos concretos, siempre será susceptible de un juicio de conformidad con la ley natural(11).

Podría pensarse que la racionalidad es exigida solo para la costumbre, pero no para la ley. No es así. Suárez lo explica de esta manera: “así como una ley, si es injusta, no es ley, así un derecho injusto no puede ser derecho,
y por eso una costumbre injusta no puede crear derecho si no desaparece su malicia”(12). Cualquier fuente del derecho debe ajustarse a la razón, pues el derecho mismo tiene que estar de acuerdo con la razón para ser derecho. La obligación excluye la irracionalidad.

La racionalidad de la costumbre es condición necesaria, pero no suficiente. Se requiere aún otro requisito: la costumbre debe ser también racional con relación al fin(13) —el debido gobierno del Estado(14)—, esto es, debe
ser razonable. La razonabilidad, como criterio adicional a la racionalidad, lleva al autor a sostener que los criterios de justicia de las distintas legislaciones pueden ser diversos, porque esas legislaciones cambian según las circunstancias y los lugares(15).

En síntesis, para que los actos puedan considerarse como no viciados, se requiere que su materia no sea contraria a la ley natural, que esos actos sean útiles para el bien común y no demasiado difíciles o ajenos a la costumbre común de vivir honestamente(16).

Suárez dice que “lo más sustancial y esencial a la costumbre” es “que sea admitida por el consentimiento común del pueblo”(17). En otras palabras, se toma al pueblo como una “institución originaria [que] posee el poder de dar leyes”(18). No por nada llama a la costumbre el derecho del pueblo(19).

Suárez distingue entre una causa próxima y una causa primaria. Ambas son necesarias para la existencia de la costumbre y funcionan copulativamente. El pueblo, con su voluntad creadora —y siguiendo los demás presupuestos de la costumbre quid iuris—, es la causa próxima. La autoridad, por su parte, es la causa primaria y principal, necesaria para dar fuerza a la costumbre.

Estos son los coprincipios de la causalidad eficiente(20). La causa final, la causa causarum, “es también la misma que la ley escrita, a saber, la utilidad pública o la razón que cohonesta la costumbre”(21). Siendo esto así, hay que decir que la definición de la ley como mandato de la voluntad enfatiza la causalidad eficiente(22), sin que eso signifique una negación de la causalidad formal: la razón. Este énfasis no tiene por qué eliminar el ordo rationis, como reclama Bastit(23), y no tiene por qué implicar la defensa de posiciones voluntaristas.

Suárez ofrece una definición de la ley que, si bien nombra la esencia desde la causa eficiente, no deja de lado la razón como causa formal y final, ni la jerarquía que existe entre las causas de los entes naturales. Esto se ve claramente en el estudio de la potentia populi. Ahora bien, el derecho del pueblo pende siempre de la voluntad del gobernante. Lo que deja abierta una posible brecha en el “no-voluntarismo” arrojado por el estudio de la  costumbre: si bien la costumbre introducida por el pueblo es siempre conforme a la razón, de nada sirve si está subyugada al capricho de la autoridad. De ahí que, en el itinerario de la interpretación no-voluntarista, el estudio del poder del gobernante sea una exigencia, si se busca la integralidad explicativa.


III. Poder del gobernante o potestad política

La vida social exige la presencia de autoridades con poder para dictar leyes y hacerlas cumplir por la fuerza. Ahora bien, si los hombres son libres, cualquiera forma de sometimiento podría ser injusta. Suárez, no obstante,
sostiene que hay alguna sumisión que es natural, como la del hijo al padre. Luego, una vez que se ha formado la sociedad política, la sujeción de los particulares al poder público es natural, en cuanto que es conforme a la
recta razón(24).

La potestad política, aun cuando supone una forma de sometimiento, está exigida por la naturaleza socio-racional del hombre, pues sin autoridades los hombres no podrían conservarse(25). Por tanto, así como no puede existir un cuerpo sin cabeza, así tampoco puede existir un cuerpo político sin potestad de gobierno. Pensar que la sociedad puede existir sin autoridades es un grave error(26).

El poder para regir políticamente pertenece a la comunidad organizada, no a los hombres considerados individualmente o congregados de forma confusa. En palabras de Suárez, esta potestad reside in collectione hominum(27), in hominum multitudine(28), in unum corpus mysticum(29).

La sociedad política tiene una doble causa eficiente: una causa mediata, que es la inclinación natural a asociarse, y una causa inmediata, que es el acuerdo de constitución. El carácter natural de la sociedad política no impide que los distintos estados se originen inmediatamente en el libre consenso(30).

La razón por la cual existen autoridades es filosófica: ningún cuerpo, natural o político, puede conservarse sin un principio de orden. Igualmente, la autoridad existe porque, según ley ordinaria, Dios no gobierna a los
hombres él mismo o por medio de seres espirituales. De acuerdo con esta ley, Dios gobierna a los hombres a través de causas segundas(31), que son libres, y que ejercen un poder ministerial(32). Con todo, por ley ordinaria ninguna autoridad obtuvo la potestad política por institución divina, sino mediante un acto de la voluntad humana. Son los hombres los que entregan ese poder a las autoridades.

En línea con Aristóteles, Suárez defiende el carácter natural de la sociedad política. Sin embargo, postula que esta se origina inmediatamente en un pacto o contrato de asociación. Suárez, en todo caso, no es un contractualista. Por eso, quienes interpretan a Suárez como partidario del pacto social, y en algún sentido como precursor de Hobbes y Rousseau, no parecen acertar en sus lecturas del jesuita(33). La confusión de quienes, como Shwartz, leen a este escolástico desde la óptima del contractualismo puede deberse a la incomprensión de la diferencia entre la necesidad del pacto para explicar los orígenes de la sociedad política y la necesidad del pacto para justificar la sociedad civil(34).

Una vez supuesta la decisión de los hombres de reunirse en comunidad política, no está ya en sus manos impedir el advenimiento de la autoridad, de uno o algunos que manden sobre los demás(35). Por exigencia de la naturaleza los hombres libre y voluntariamente se unen en sociedad política, y una vez unidos, no hay un segundo acto de la voluntad que haga pasar de “comunidad política” a “comunidad política con autoridad”(36). Supuesta la decisión de actuar conforme a la naturaleza y unirse en sociedad, la existencia de la autoridad política se presume, pues sin autoridad, no hay comunidad política que subsista. 

Sin mediar un segundo acto de la voluntad, el pueblo se aliena, o sea, transfiere el poder de manera total, aunque no totalmente irreversible, pues la autoridad debe mantenerse dentro de los límites que circunscriben la naturaleza y la convención inicial, sin oprimir a los ciudadanos con pesadas cargas. Ahora, los casos en que el pueblo puede levantarse contra el soberano son más bien escasos.

La alienación —cuasi alienatio, como la llama Muralt(37)— no es una simple delegación. La sola delegación sería absurda, ya que debilitaría el poder de los gobernantes (y, en consecuencia, la subsistencia de la comunidad), de suerte que no tendrían autoridad para mantener el rigor y la integridad de la justicia(38). Entonces: una vez que el pueblo trasladó su poder al rey, ya no puede legítimamente, apelando a dicho poder, reclamar su libertad a capricho o siempre que se le antoje(39). 

El poder político es un poder legislativo. La otra cara de este poder es la obligación general de obedecer el derecho que tienen los ciudadanos. Tal obligación no solo no viola el derecho natural, sino que es concordante con él. Aunque la sujeción política no es parte de los mandatos iniciales de la ley natural, una vez que los individuos, mediante el ejercicio de su voluntad, constituyen la comunidad, no puede la ley natural sino suscribir esos mandatos(40). El pueblo tampoco puede, so pretexto de querer actuar libremente, abrogar las leyes del gobernante, a no ser que se apoye en el consentimiento tácito o expreso de aquél(41).

Según Suárez, los hombres se gobiernan por medio de leyes porque su naturaleza lo exige(42). La ley es el instrumento con el que la autoridad dirige las acciones libres de los hombres sin alterar su modalidad, esto es, sin convertirlas en acciones necesarias(43). La ley, de este modo, es principio de actos racionales. Ninguna naturaleza, fuera de la racional, es capaz de gobierno político. En palabras de Suárez, se rigen por leyes y son capaces de gobierno solo los seres inteligentes(44). Además, obligar con una ley es un acto moral y, como tal, depende de que existan sujetos con libre arbitrio(45).

Suárez no entiende que la voluntad del gobernante sea absoluta o que sirva para ordenar cualquier cosa. La voluntad solo es causa eficiente de las leyes. La forma de las leyes sigue siendo la racionalidad de sus  contenidos, como en Francisco de Vitoria, Diego de Covarrubias y Domingo de Soto. Estos autores, al igual que Suárez, sostienen que el poder para mover que tiene la razón le viene de la voluntad. Así, y porque la voluntad es el principio motor de los actos, las explicaciones de Francisco Suárez y Francisco de Vitoria, y, en general, las explicaciones no-suaristas de la ley y del derecho, deben suponer el imperio de la voluntad(46).

Así como el estudio de la costumbre contenía una exigencia lógica o argumental previa —el estudio de la autoridad política—; así también, este capítulo nos lleva a un presupuesto que debe ser atendido. Dice Suárez que “el poder político es de derecho natural; luego procede de Dios como autor de la naturaleza”(47); más aún: “el poder es siempre conferido a base de una institución original y de la sola voluntad de Dios”(48). Todo el sistema pende de un detallado análisis del acto legislativo divino, en aparente tensión entre la omnipotencia y el orden de la razón.


IV. Poder de Dios u omnipotencia y orden

Cuando analizamos las sentencias más claras de cómo entiende Suárez la relación de las potencias del alma en la creación de la ley, vimos que se requería la solución de problemáticas previas para dar un fundamento estable a tales conclusiones. Ese es el camino que nos ha traído a la búsqueda de una completitud explicativa en la argumentación suareciana. Si esa pretensión de completitud existe, este apartado se vuelve del todo necesario. Si no existe, es, al menos, conveniente. En todo caso, si de hecho existe una completitud explicativa, aunque no sea fruto de una pretensión del autor, vale la pena estudiarla, para entender el auténtico contenido de las argumentaciones conclusivas(49).

Téngase presente, por último, una circunstancia histórica. La redacción de De legibus va desde 1601 hasta su publicación en 1612. La publicación de las Disputationes metaphysicae se fecha en 1597. No parece casual, entonces, que los problemas de la obra iusfilosófica encuentre ecos en las honduras ontológicas de sus disputationes. El caso que estudiaremos es el de la potencia divina (potentia Dei).

Decíamos en el apartado anterior que el poder político procede de la voluntad de Dios como autor de la naturaleza(50). Esto nos pone frente a dos problemas: (i) cómo es la procedencia del poder político desde Dios(51), y (ii) qué quiere decir que el poder proceda “de la sola voluntad de Dios”(52).


IV.1. Omnipotencia y contradicción

Cuando nos preguntamos cómo es la procedencia del poder político desde Dios, no buscamos el camino de la derivación del depositario de la autoridad divina entre los hombres. Tampoco pretendemos revisar cómo los preceptos del derecho positivo y natural se derivan de los mandatos divinos(53). Nuestro propósito se mueve en una problemática algo previa: ¿puede Dios mandar lo imposible? Finalmente, la gran interrogante del
presunto voluntarismo se resuelve con esta cuestión. Si la prioridad de la voluntad sobre la razón es tal que el mandato podría prescribir actos irracionales, entonces nos encontramos en presencia de un voluntarista, y sus
dichos sobre el poder del pueblo y del príncipe se verían privados de fundamento y justificación. Si, por otro lado, el poder divino (potentia divina) se circunscribe al principio de no contradicción, lo que se vería carente de fundamento y justificación sería la acusación de voluntarismo.

Para responder a esta pregunta, tenemos que adentrarnos en el concepto mismo de potentia. En primer lugar, cabe hacer una distinción según la denominación, que Suárez hace reivindicando una postura de Escoto, que había sido distorsionada por el tomismo posterior(54). Dice Suárez que Escoto “llamó ente en potencia objetiva al mismo ser posible, porque se comporta como objeto de la potencia productora”(55).

El ente en potencia objetiva es aquello que podemos llamar ente en potencia denominado extrínsecamente. Por denominación extrínseca llamamos potentia a lo que aún no es, pero no repugna a la razón que exista. Sobre ese ente en potencia, extrínsecamente denominado, Suárez se cuestiona: ¿qué es la esencia antes de ser producida?

Esta cuestión opera en base al concepto de ente, por lo que no puede ser resuelta sin antes abocarnos a ese problema. Suárez distingue entre el ens como participio presente del verbo esse, y como nombre derivado del
mismo verbo. Como participio quiere decir “el acto de existir como ejercido”(56); el mismo existente en acto, en otras palabras. Como nomen, por otra parte, designa “la esencia de la cosa que tiene o puede tener la existencia, no como ejercida en acto, sino como potencial” (57). Esta esencia real (essentia realis) quiere decir no ficticia ni quimérica, sino verdadera y apta para existir realmente(58). Las esencias son reales, entonces, en cuanto aptae et realiter existendum.

Usado como nombre, ens significa lo que tiene una essentia realis, prescindiendo de la existencia actual por abstracción precisiva. Por otra parte, si lo tomamos como participio, ens significa el mismo ser real, esto es, un ser que tiene esencia real y existencia actual(59). El ser real, entonces, no es otra cosa que una esencia actualizada por su causa.

Se abren, en este punto, dos cuestiones. La primera es que si el concepto suareciano de ser es el ser actual (el ens como participio), el ser como traído de la posibilidad a la existencia efectiva y actual; si ese es el concepto
de ser, evidentemente no hace falta un co-principio de “existencia”. Aquel esse actualis essentiae ya parece contener en sí los co-principios tomistas de essentia y esse. La diferencia, entonces, estaría en lo que se menta cuando se dice ens en uno y otro autor(60).

La segunda cuestión es el estatuto ontológico de la essentia antes de la eficiencia divina. Esta problemática es también abordada por Suárez desde una reivindicación de Duns Escoto, tergiversado por los thomistae,  quienes lo censuran por haber sostenido que las criaturas poseen un cierto ser eterno, el esse obiectivum seu essentiae in esse cognito (ser objetivo o de la esencia en el ser conocido). La crítica que hacen los tomistas a esta postura es que ese ser conocido sería un ser real distinto de Dios. Sin embargo, dice Suárez, carecen de razón al atribuir esto a Escoto, quien explica que este ser conocido es en las criaturas como un resultado de la ciencia de Dios, y, por tanto, no es real ni intrínseco(61). Luego de esto, y como afirmando su postura propia, dice Suárez:

"Este ser conocido conviene a las criaturas tan necesariamente como
conviene a Dios mismo conocer las criaturas, lo cual no depende de la voluntad o libertad de Dios; y sería erróneo afirmar que Dios, por necesidad y
sin libertad, comunica a las criaturas algún ser real participado de sí mismo,
por diminuto que sea, puesto que es de fe que Dios hace todas las cosas según
la disposición de su voluntad. Así, pues, en este punto Escoto está de acuerdo
con nosotros en el principio sentado de que las esencias de las criaturas,
aunque sean conocidas por Dios desde la eternidad, son nada y no poseen
ningún ser real verdadero antes de recibirlo mediante la libre eficiencia de
Dios"(62).

En este párrafo se resuelve suficientemente la cuestión. En primer lugar, el ser conocido de las esencias ante efficientiam no depende de la voluntad o libertad de Dios. La omnipotencia crea en base a las infinitas formas en que puede ser participada la esencia divina, conocidas por Dios en el mismo conocimiento de su esencia. Dios, al conocerse a sí mismo, conoce todas las formas en que su esencia puede ser comunicada o participada.

Por otra parte, Dios hace todas las cosas según la disposición de su voluntad. Con estas dos afirmaciones uno puede entender la crítica que pretende inscribir a Suárez dentro de una corriente voluntarista, y la correspondiente respuesta. La justificación está en el giro que pone de relieve Aubenque: el objeto de la metafísica ya no es el ens real, sino el ens possibile(63). Suárez pone un énfasis en la causa eficiente que no está en Tomás de Aquino, por razones históricas, pero también —fundamentalmente— por razones filosóficas. El ens possibile, antes de la eficiencia divina no es nada. La potencia extrínsecamente denominada no es algo real, sino un modo de hablar, un modo de decir. Es necesario definir, entonces, la potencia activa, que actualiza el ens como posibilidad, para traerlo a la realidad efectiva.

Ahora bien, esto no quiere decir bajo ningún respecto que se defina la ley (el acto legislador, que en el caso de Dios es también creador), exclusivamente desde su causa eficiente. Muy por el contrario, la esencia de las criaturas no depende de la voluntad o libertad divinas. Dios conoce las infinitas maneras en que su esencia puede ser participada, y desde esa base puede actuar su eficiencia. A pesar de definir la ley desde la eficacia, Suárez no se cansa de repetir que “la razón es el alma de la ley”(64).

La potencia objetiva, en palabras de Escoto, no existe. Lo que existe es una no resistencia (por no repugnar a la razón) a la potencia productora, que es la causa eficiente, el acto que actualiza la potencia objetiva(65). Para el caso presente, la potencia productora es Dios mismo, y la potencia objetiva la no contradicción.

Desde una perspectiva ontológica, entonces, no parece poder afirmarse con propiedad un voluntarismo en Suárez, puesto que entiende la omnipotencia como subordinada a la no contradicción. Así, ni por parte de la cosa es posible hallar contradicción, ni por parte de Dios impotencia(66). Aquí se resuelve la segunda pregunta que nos planteábamos al abrir este apartado: ¿qué quiere decir que se proceda “de la sola voluntad de Dios”? Quiere decir que la voluntad es la que trae al ser una esencia aptae et realiter existendum, es decir, enmarcada en el orden de la razón. La concepción de la potentia como co-principio metafísico ilumina la potentia Dei, último fundamento de las relaciones entre intelecto y voluntad en el acto legislativo.


IV.2. Inflexión suareciana

Digamos, en todo caso, que la acusación de voluntarismo sí nos ilumina en ciertos aspectos. No es inocuo, en efecto, el cambio terminológico que tiene lugar con el sistema suarista. En él, puede verse en un giro filosófico
que influirá fuertemente en el pensamiento moderno posterior, como explica Heidegger(67). Aunque aún desde esta perspectiva, no parece posible inscribir a Suárez dentro del voluntarismo filosófico.

Ahondemos un poco en el concepto ens, que nos arroja la problemática previa. Si bien es cierto que el ens possibile, antes de la eficiencia divina no es nada, que la potencia extrínsecamente denominada no es algo real, sino un modo de hablar, un modo de decir; podemos abocarnos antes al concepto de ente que al ente mismo. Desde esta perspectiva el asunto es bien distinto. Así como el ens nos aparece y se resuelve desde una “perspectiva ontológica”, el conceptu entis lo hace desde una “perspectiva gnoseológica”.

Esta es justamente la cuestión de la segunda disputatio: “De ratione essentiali seu conceptu entis”. El punto de partida, para preguntarnos por el concepto de ente, es dar por descontada su existencia, pues es algo tan claro
que no necesita explicación alguna(68). Suárez parte de la experiencia de que hay entes, y procede desde ahí. Todo lo que conocemos (que en cuanto es, lo llamamos ente); ese es el objeto de nuestro estudio, su concepto o razón esencial.

Ahora bien, esa experiencia del ente puede ser suficientemente problemática. Ya Aristóteles explicaba que el ente se dice de muchas maneras(69). Así, se dice según el acto y la potencia, lo verdadero y lo falso, o las categorías. Esta enumeración, dice Aubenque, y al interior de ella la enumeración de los sentidos categoriales del ser, constituyen un argumento muy fuerte contra la univocidad de un eventual concepto de ser(70). El problema de esta posibilidad es que la unidad del objeto es condición de posibilidad para la unidad del concepto. Si admitimos que el concepto no es uno, decimos que no es propiamente un concepto(71). Esta sería la razón por la cual, según Aubenque, diría Aristóteles que el ente no es un género(72). Ente denota realidades jerarquizadas pues si bien “lo que es” se dice en muchos sentidos [πολλαχῶς λέγεται], se dice, sin embargo, en relación con una sola cosa y una sola naturaleza(73). De esta manera, la subsunción bajo un concepto común
privaría de algunas características, y probablemente de las más pertinentes, pues entre lo más y lo menos, no hay en común más que lo menos, pero lo menos no puede concebir lo más. A esta aporía llama Aubenque “la cruz de la metafísica”(74).

Desde esa “cruz” formula Suárez dos preguntas: ¿hay algo en común entre la sustancia y los accidentes?, y ¿hay algo común, que merezca la denominación común “ser” entre Dios y la criatura, entre el ens infinitum y el ens finitum? Pero antes de abocarse a tal asunto, nos presenta una distinción, que da por “supuesta”(75), y que nos da a nosotros mucha luz para nuestro tema: concepto formal y concepto objetivo. Concepto formal es el acto mismo, el verbo con el que el entendimiento concibe una cosa o razón común. Mientras que el concepto objetivo es la cosa o razón que se conoce a través del concepto formal. El ejemplo que se presenta es el siguiente: cuando concebimos un hombre, el acto que realizamos para concebirlo en la mente se llama concepto formal, en cambio, el hombre conocido y representado en dicho acto se llama concepto objetivo(76).

Es bien curioso, en todo caso, que dé por “supuesta” esta “vulgar” distinción, puesto que es tan novedosa como complicada. No parece haber en la tradición previa un uso extendido de esta distinción que permita darla por “supuesta”. En Tomás de Aquino no se encuentra ni con terminologías similares. Suárez no tuvo oportunidad de ver la evolución que alcanzaría esta distinción, particularmente en el desenvolvimiento del idealismo alemán. ¿Por qué llamar “concepto” a la cosa? Suárez incluye en la voz “concepto” la res y el conceptum reconocidos usualmente en la tradición escolástica previa(77). Al poner ambos bajo la voz  concepto”, ¿no se da pie a una priorización del intelecto humano en la relación cognoscitiva, de manera que ya no es el verbum una manifestación del ser conocido en la misma línea de la ontología del ser, bajo la concepción de una escala derivada del esse tomasiano?(78).

Millán Puelles vuelve sobre la cuestión y aclara que para lo subjetivo del acto de concebir reservamos la denominación de concepto formal, mientras  que a lo que en ese acto resulta aprehendido lo designaremos con el nombre de concepto objetivo(79). Con esto parece abrirse una segunda interpretación. El verbum tomasiano se encontraría más bien en el concepto objetivo. No es la cosa, sino justamente el verbum. ¿Qué sería, entonces, el concepto formal? El acto. Esto ya es bastante decidor. “Acto” es un término fundamental
en la gnoseología tomista, puesto que lo es primero en su ontología. La grandeza del tomismo radica justamente en llevar hasta sus últimas consecuencias esta fundamental estructura aristotélica. La misma realidad, en su radicalidad más profunda, se estructura según el acto y la potencia. No sólo las creaturas materiales, compuestas por la materia prima y la forma sustancial, sino el ente mismo, que se compone a su vez de esse y essentia. El primero como principio activo, y el segundo como pasivo. El esse es a la forma sustancial como la essentia a la materia prima. Según la gradualidad del ser existe una esencia.

En el conocimiento se da un cierto paralelo, puesto que es justamente la dimensión manifestativa del ente. Sigue la misma estructura y la misma jerarquía. No debe entenderse el conocimiento como una cierta característica sobreañadida a determinadas esencias. El conocimiento no va en la línea de la esencia, sino del esse, en santo Tomás. Hay algunas criaturas cuya esencia es más perfecta, degrada menos el acto de ser, y por lo tanto ese ente conoce. El conocimiento está en la línea de la perfección del acto, al igual que la libertad. ¿Cuándo un ente no conoce? Cuando su esencia lo limita a tal punto que ya no puede desplegarse esa dimensión propia de la entidad. Al constreñir el ser en una esencia, ese mismo ser mantiene su infinitud en
todo aquello que no está constreñido por la esencia. Las esencias superiores, digámoslo así, son las que permiten al ser mantenerse según lo que le es propio: ser acto. El esse es acto, como es potencia la esencia. Y “conocer” no es, en su razón propia, sino cierto “ser”, por eso sólo en cuanto que de algún modo no es, carece un ente de la plenitud y perfección del ser y del entender.

Este es el lenguaje al que está renunciando Suárez con su distinción entre concepto formal y concepto objetivo, lo que, como se verá en los siglos posteriores, no tiene nada de inocuo, nada de trivial.

Vamos un poco atrás para intentar comprender la visión tomasiana. El conocimiento humano tiene por objeto al ente. Por eso dice Tomás de Aquino que aquello que primeramente se conoce es el ente, y su intelección está también presupuesta en cualquier cosa que se aprehenda(80). Ahora bien, lo primero conocido —lo más cognoscible para nosotros, en otras palabras— no es igual a lo más claro y cognoscible en sí mismo(81). Primeramente, el ente se nos muestra como oculto en una cierta confusión o indeterminación, aunque no al modo como se encuentran en el género las formas significadas(82), no como razón común y vaga. No se trata de un conocimiento meramente potencial. Al contrario, hablamos de una primacía fundante en cuanto que en la raíz de toda aprensión está la captación de lo captado como siendo, en primer lugar. El ente no es género(83).

El conocimiento humano tiene por objeto al ente, el cual, sin embargo, puede ser conocido bajo múltiples formalidades. Como se ha constituido siendo concebido según que tiene ser —pues el ente, según que posee actualidad es objeto del entendimiento(84)—, se encuentra no sólo en una línea de confusión, sino también en una de actualidad (de ahí su diferencia con el género); es desde esa actualidad por la que podemos situarnos en la línea no del recipiente, sino en la de lo recibido y actual(85). Una vez situados en esa línea, profundizamos por abstracción formal en lo que hay de actual en el ente como primeramente conocido. Así, se van destacando los grados de abstracción formal, apreciándose, así, tres niveles: el ente móvil, el ente
matemático, y, por último, el ente en cuanto ente, lo formalísimo y radical de todo.

Hay, de todas formas, puesto el carácter doble del ente como lo primero conocido, una segunda forma de avanzar: determinando. A través de la abstracción total, hacia una determinación material, extensiva. Este
parece ser el camino que toma Suárez para subsumir los “entes” bajo un concepto unitario. ¿Hay algo en común entre la sustancia y los accidentes? —nos preguntábamos más arriba—, ¿hay algo común, que merezca la denominación común “ser” entre Dios y la criatura, entre el ens infinitum y el ens finitum? Sí, dice Suárez, pues el intelecto descubre una conveniencia más grande entre la sustancia y el accidente que entre la sustancia y el no-ente; una mayor conveniencia entre Dios y la criatura que entre Dios y la nada. ¿Cuál es, pues, la razón común que da unidad al concepto de ente? La nada. El ser surge negativamente sobre el fondo de la nada. Esta es la misma razón para que según el Eximio el fundamento radical de la realidad no sea el “ente”, sino el “ente posible”, no el “ente como participio”, sino como nombre. Justamente por su carácter extensivo. “Ente posible” es género con respecto a “ente como participio”, y, por lo tanto, anterior, más fundamental; no extrañará que se constituya como verdadero fundamento de la metafísica en el sistema suarista.

Courtine habla de una “inflexión suareciana”(86). Más allá de lo que haya querido decir el autor con el uso de ese término, nos parece que la “inflexión” se ve justamente en este punto. El “ente” ya no es “acto”, no es
“formalidad”, “perfección”. El ente es una realidad efectiva. El ente antes de la eficacia divina no es nada; después, lo es todo. El concepto de ente antes de la eficacia divina es lo mismo que después, tal como los táleros reales y pensados de Kant. El problema es justamente este: el ser no es más esse, no es más actualidad. Es una realidad efectiva, un estado de la cosa, como los estados de la materia. El agua (H2O) es, en su concepto, igual en estado sólido o líquido. El “ser”, en Suárez, parece ser igual en su estado de “apto para
existir” que en el de “existiendo realmente”. Ni uno ni otro agregan algo al concepto de ser, que no parece ya ser una categoría demasiado relevante.

El problema de Suárez y su influencia en la gnoseología posterior no es, como piensa Aubenque, que se abriría una brecha entre la “cosa” y el “concepto”, llevando a la pregunta de si acaso se corresponden ambos, o si existe una tergiversación de la realidad en mi concepto. No es ese el problema porque la lectura de Aubenque de la distinción entre los conceptos formal y objetiva no se hace cargo de la significación verdadera de cada uno de ellos. El concepto objetivo no es la “cosa”, sino el “concepto”, lo “intencional”. Y el concepto formal es un término equivalente al “acto” tomista, que no parece tener ya cabida en el pensamiento de Suárez.

El verdadero problema, como dijimos, es el oscurecimiento de la pieza fundamental del sistema escolástico: el acto. Sin acto no hay analogía, no hay comprensión formal de la realidad. Se llega a constantes tensiones que
se pueden sobrevolar con mayor o menor habilidad (Suárez tiene una altísima), pero que no solucionan el problema de fondo.

De esta forma, en análisis del tratamiento de la omnipotencia divina, y la analítica del concepto de ente desde su contrapunto con Tomás de Aquino muestran qué entiende verdaderamente Suárez por ente en un nivel conceptual, y da una pieza clave para entender el desarrollo del pensamiento filosófico posterior. Nos encontramos frente a una bisagra en la historia de la filosofía. El paso del mundo clásico de Aristóteles y Tomás de Aquino es reemplazado por el del racionalismo cartesiano y el idealismo alemán. ¿Qué es lo que permite esa inflexión? Una determinada concepción de ente que no da ya cabida a la dimensión manifestativa que hubiese querido, y por la que luchó infatigablemente el mismo Suárez.

En cualquier caso, el cambio terminológico, sin duda fundamental en la historia de la filosofía, sigue sin trastocar la filosofía jurídica del autor. El no-voluntarismo queda en pie aun aceptando complicaciones profundas en el sistema suarista, entre otras cosas porque, como dice Vigo, Suárez no abandona jamás la hipótesis central de las lecturas no voluntaristas del derecho: que toda ley, incluso la eterna, debe ser conforme a la razón(87).


V. Conclusiones

La teoría de la causalidad arroja gran luz sobre la visión de Suárez sobre los actos legislativos, como se ve en la definición multicausal de la costumbre y de la ley, en la que (i) se enfatiza la causa eficiente por razones  históricas y filosóficas, aunque sin dejar de reconocer la razón como el alma de la ley, su causa formal y final; y (ii) no se trastoca la jerarquía de las causas del mundo natural expuesta por santo Tomás, donde la causa final es la más eminente.

Por otro lado, podemos ver que el poder político es un poder legislativo. Los hombres se gobiernan por medio de leyes porque su naturaleza lo exige. Así, como se expuso, la teoría suareciana sobre las leyes es una modulación de la doctrina tomista de la causalidad, según la cual Dios rige a los hombres por medio de causas proporcionadas. En esta cadena causal, antes de la ley humana, y luego de la eterna, se encuentra la ley natural. Los hombres, por su sola razón, conocen unos principios prácticos de acción y de omisión que operan como cimientos de la actividad legislativa. La ley natural no regula todos los aspectos de la vida humana. La mayor parte de los hechos sociales que son materia de regulación política pertenecen al derecho civil. En ese amplio espectro de materias, la autoridad es libre para ordenar con eficacia lo que sea el bien para su comunidad. En cualquier caso, tanto en lo regulado por el orden de la naturaleza, como lo regulado en orden al bien común, dependen de este concepto central: el orden, la razón.

Por último, la legislación divina es evidentemente una causalidad creadora. Dios, al crear una esencia, la crea con un principio de operación determinado; lo que desde Aristóteles llamamos naturaleza: el principio intrínseco del movimiento y del reposo. Además, el acto creador divino depende previamente de las posibilidades en que su esencia puede ser participada, es decir, de la razón, del orden.

A Suárez se le acusa de voluntarista por su definición de ley como mandato. El asunto, sin embargo, dista mucho de ser una cuestión sencilla o superficial. En un sistema tan coordinado y compacto como el de este autor, no hay pieza que no encuentre su fundamento en sus teorías metafísicas, ni giro contra la tradición que no esté justificado.


Notas

1 Francisco Suárez, De legibus ac Deo legislatore, libro I, capítulo 5, número 24 (en adelante DL, seguido de un número romano indicando el libro, y luego dos números arábigos, indicando capítulo y número): commune praeceptum, justum ac stabile, sufficienter promulgatum. 

2 S. Contreras Aguirre, “Is Francisco Suárez a voluntarist philosopher?”; A. Vigo, “Intelecto, deseo y acción según Francisco Suárez”; Id., “Interpretación y aplicación de la ley según Francisco Suárez”. 

3 A. Vigo, “Intellekt, Wunsch und Handlung: Handlungsproduktion und Handlungsrechtfertigung bei Francisco Suárez”, 234–35.

4 DL VII.1.1. 

5 DL VII.1.1; VII.1.2. 

6 DL VII.1.3. 

7 DL VII.1.4. 

8 DL VII.1.5. 

9 Francisco Suárez, Conselhos e pareceres, t. I, 110. 

10 DL VII.3.6.

11 DL VII.4.4. 

12 DL VII.6.2. Las cursivas son nuestras. 

13 DL VII.6.16. 

14 DL VII.4.8. 

15 Francisco Suárez, Conselhos e pareceres, t. I, 257. 

16 DL VII.14.3. 

17 DL VII.2.1 

18 DL VII.9.6 

19 DL VII.9.7

20 D. Bauer, “Custom in Francisco Suárez’s De lege non scripta. Between factuality and the legal realm”, 357. 

21 DL VII.9.1. 

22 DL I.5.24. 

23 M. Bastit, El nacimiento de la ley moderna, 75ss. 

24 Francisco Suárez, Defensio fidei libro III, capítulo 1, número 8 (en adelante DF. Se seguirá la misma forma de numeración que en DL).

25 DF III.1.4. 

26 DF III.2.4. 

27 DF III.2.3. 

28 Francisco Suárez, De legibus a doctore Francisco Suario (ms. 1924, Lisboa, CHP XV), d. VII, s. 2. 

29 DL III.2.4. 

30 L. Recaséns Siches, Historia de las doctrinas sobre el contrato social, 187. 

31 DL III.1.5; IV.4.19; Francisco Suárez, Mysteria vitæ Christi, d. L, s. 4, n. 11; d. LII, s. 1, n. 10; Francisco Suárez, De anima, d. XIV, q. 7, n. 7. 

32 DF III.1.7. En este sistema, Dios, por un acto libre, decide no interferir en la actuación de las causas segundas. Tal elección es la condición de posibilidad de la causalidad de las causas segundas racionales. Por lo mismo, sin el decreto de Dios que permite la actuación de las causas subordinadas, los hombres no podrían ejercer su causalidad en materia legislativa.

33 Cf. D. Schwartz, “Francisco Suárez on Consent and Political Obligation”, 80.

34 P. Westerman, The Disintegration of Natural Law Theory. Aquinas to Finnis, 117. 

35 DL III.3.2. 

36 DL III.3.2. 

37 A. de Muralt, La estructura de la filosofía política moderna, 155–56. 

38 DF III.1

39 DF III.2. 

40 D. Schwartz, “Francisco Suárez y la tradición del contrato social”, 124. 

41 DF III.3.4. 

42 DL I.3.3.

43 M. Lecón, “La voluntad como primer motor creado en Francisco Suárez”, 176; Id., “Metaphysics and Psychology of the Making of Law in Francisco Suárez”, 265. 

44 DL I.4.2.

45 DL I.5.17. Por tanto, sin libertad no habría derecho. Esta es la doctrina de Disputationes metaphysicae: “el modo corriente de obrar y de gobernar las acciones humanas por medio de consejos, leyes y preceptos, exhortaciones y reprensiones, promesas de premios y amenazas de castigos […] sería superfluo si el hombre obrase por necesidad natural y no por su libertad” (d. XIX, s. 2, n. 13).

46 R. Specht, “Über den Sinn des sogenannten Voluntarismus in der Gesetzestheorie des Suárez”, 247ss.

47 DF I.7. 

48 DF II.16. 

49 En todo caso, si atendemos las consideraciones del propio Suárez, parece bastante claro que la pretensión es efectiva. Puede verse por ejemplo en Disputationes metaphysicae, disp. i, sec. 5, n. 5. En ese lugar afirma que el teólogo debe ocuparse no sólo de las leyes sino de su ultima ratio.

50 DF I.7; II.16. 

51 DF I.7. 

52 DF II.16. 

53 Cf. J. Gordley, “Suárez and Natural Law”.

54 Francisco Suárez, Disputationes metaphysicae, disp. ii, sec. 3, n. 3 y 4 (en adelante DM. Se seguirá una numeración del mismo tipo que en DL y DF). 

55 DM II.3.3: “Vocavit ens in potentia obiectiva ipsum ens possibile quia se habet ut obiectum potentiae productivae”. Naturalmente, aquí potentia no quiere decir poder, sino que se está utilizando como co-principio de la estructura acto-potencial.

56 DM II.4.3. 

57 DM II.4.3. 

58 DM II.4.5. 

59 DM II.4.8. 

60 Cf. R. Darge, “Suárez on the Subject of Metaphysics”, 91–123.

61 DM XXXI.2.1. 

62 DM XXXI.2.1: Nam point hoc esse cognitum tam necessario convenire creaturis, quam convenit Deo ipsi scire creaturas, quod non pendet ex voluntate seu libertate Dei; esset autem erroneum dicere Deum ex necessitate et absque libertate comunicare creaturis aliquod esse reale participatum ab ipso, quantumvis diminutum, cum de fide sit Deum operari omnia secundum consilium voluntatis suae. Igitur hac in parte Scotus nobiscum convenit in principio posito, quod essentiae creaturarum, etiamsi a Deo sint cognitae ab aeterno, nihil
sunt nullamque verum esse reale habent antequam per libertatem Dei efficientiam illud recipiant (el subrayado es nuestro). 

63 P. AubenQue, “Suárez y el advenimiento del concepto de ente”, 17.

64 DL VII.16.1; VII.18.1; VII.18.25.

65 DM XXXI.2.2. 

66 Francisco Suárez, De anima, disp. ix, q. 6, n. 7.

67 M. Heidegger, Ser y tiempo § 6, 22. 

68 DM II, prooemium.

69 Aristóteles, Metafísica iv, 2, 1003a 33-34. Τὸ δὲὂν λέγεται μὲν πολλαχῶς. 

70 P. AubenQue, “Suárez y el advenimiento del concepto de ente”, 13. 

71 DM II.1.10. 

72 P. AubenQue, “Suárez y el advenimiento del concepto de ente”, 13. 

73 Aristóteles, Metafísica iv, 2, 1003a 33-34. πρὸς ἓν καὶ μίαν τινὰ φύσι.

74 P. AubenQue, “Suárez y el advenimiento del concepto de ente”, 13. 

75 DM II.1.1. 

76 DM II.1.1. 

77 En la terminología de santo Tomás, el uso de la voz “concepto” es más bien escaza. Utiliza términos como verbum mentis, intentio o species intelligibilis. Cf. P. Moya, El conocimiento: nuestro acceso al mundo, 151–83.

78 Para una exposición clara sobre esta espinuda cuestión, F. Canals, Cuestiones de fundamentación, 13–40

79 A. Millán-Puelles, Fundamentos de Filosofía, 95. La interpretación anterior puede encontrarse en P. AubenQue, “Suárez y el advenimiento del concepto de ente”.

80 Tomás de AQuino, Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 2. 

81 Aristóteles, Física i, 1, 184a 16-18. πέφυκε δὲ ἐκ τῶν γνωριμωτέρων ἡμῖν ἡ ὁδὸς καὶ
σαφεστέρων ἐπὶ τὰ σαφέστερα τῇ φύσει καὶ γνωριμώτερα. 

82 Tomás de AQuino, De ente et essentia, c. 2, n. 17. 

83 Tomás de AQuino, Summa contra gentiles, l. i, c. 25. 

84 Tomás de AQuino, Summa Theologiae i, q. 5, a. 2. 

85 Tomás de AQuino, Summa Theologiaei, q. 4, a. 1, ad. 3. Este asunto está explicado
con bastante claridad en el ya citado F. Canals, Cuestiones de fundamentación, 13–40.

86 J.-F. Courtine, Suárez et le système de la métaphysique.

87 A. Vigo, “Interpretación y aplicación de la ley según Francisco Suárez”, 33.

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