A 188 años: una mirada a la Constitución de 1833

A 188 años: una mirada a la Constitución de 1833

Ensayo publicado en El Libero, el 25 de mayo de 2021. 
Por Teresita Jordán y Pablo Errázuriz.

El 25 de mayo se cumple un año más de la promulgación de la Constitución Política de 1833, considerada por algunos como el inicio de la República chilena y la de mayor duración en nuestra historia. La abdicación de Bernardo O’Higgins en 1823 prologó un periodo de inestabilidad institucional durante el cual se ensayaron una serie de modelos constitucionales con distintos niveles de éxito. En 1828, se promulgó una constitución de corte liberal, pero sus falencias en materia de elección del vicepresidente generaron una crisis política que devino en guerra civil, enfrentando a los conservadores –o pelucones– con el gobierno liberal. La contienda quedó zanjada el 17 de abril de 1830 en la Batalla de Lircay, triunfando los conservadores liderados por Joaquín Prieto.

Las grandes figuras detrás del texto constitucional

A partir de entonces, Diego Portales (1793-1837) –líder indiscutido del bando pelucón– logró que sus ideas tuvieran un rol protagónico en el devenir nacional. La genialidad de este hombre, profundamente pragmático, consistió en insertar en el debate público, como expresa Mario Góngora al referirse a la tesis de Alberto Edwards, “una idea nueva de puro vieja”: la restauración de la imagen del poder impersonal y abstracto al cual estaban tradicionalmente acostumbrados los chilenos. Para alejarse del militarismo y el caudillismo era necesario tener un mínimo de orden institucional, a cargo de personas que fuesen “verdaderos modelos de virtud y patriotismo”, que permitiese el desarrollo de un gobierno plenamente republicano. Estos ideales impulsaron a decidir renovar la Constitución de 1828, pese a que ésta contenía expresamente la prohibición de ser reformada antes de 1836, y que su atropello, por parte de los liberales, había constituido ni más ni menos que uno de los principales argumentos de los propios conservadores antes de la guerra civil.

Se convocó, pues, en 1831, la Gran Convención que estuvo integrada por 36 personas: 16 debían ser del Congreso y los restantes electos entre personas con probidad e ilustración. Ésta, a su vez, encargó la elaboración del proyecto a una comisión compuesta por siete de sus miembros, entre los cuales se encontraba el fiscal de la Corte Suprema, Mariano Egaña (1793-1846). Este destacado jurista puso al servicio de la nación la experiencia que había adquirido durante su estadía en Europa. Así, en medio de la discusión, presentó un nuevo proyecto que, pese a generar oposición por el retraso en el proceso que su evaluación implicaría, terminó siendo la base de una Constitución prácticamente nueva.

Transcurridos seis meses de redacción, el texto pasó a ser revisado por la Convención, y finalmente fue jurada solemnemente y promulgada en mayo de 1833, tras lo cual se produjeron días de goce en el país, lo cual fue acompañado de fiestas y el desfile de las tropas. ¿La razón? Por primera vez en Chile se trabajó en un texto constitucional en un contexto donde la autoridad era capaz de mantener la paz, sin improvisaciones, sin apuros y con un propósito muy distante al que habían tenido las anteriores: en lugar de establecer un gobierno ideal para el futuro, pretendieron consolidar el gobierno ya establecido desde 1830. Como expresa la prensa del momento: “su principal empeño ha sido combinar un gobierno vigoroso con el goce completo de una libertad arreglada”, lo que significa, en términos actuales, la consolidación de un Estado de Derecho.

Lo anterior se tradujo en un texto político completo, claro y estructurado, que consagró sus disposiciones “en el nombre de Dios Todo-poderoso, criador y supremo legislador del universo”. Declaraba, en primer lugar, cuál era el territorio nacional, quiénes eran chilenos y afirmaba que la soberanía residía esencialmente en la nación, la que delega su ejercicio en las autoridades que la Constitución establece. Con gran innovación, dedicó el capítulo quinto completo al resguardo de los derechos individuales (el tátara abuelo del actual artículo 19). Por otro lado, en materia judicial y religiosa, no se introdujo cambio alguno, quedando dichas materias remitidas a la ley.

En materia de régimen de gobierno, si bien se mantuvo la dualidad presidente-congreso, se reconoció y reforzó la preeminencia adquirida por el presidente, quien junto con recibir el apoyo de un Consejo de Estado, obtuvo amplias facultades, entre las que destacan el ser considerado como Jefe Supremo de la Nación, cabeza de la administración y del gobierno; ejercer el cargo durante cinco años con posibilidad de reelección inmediata, no tener responsabilidad política (a la manera de los monarcas) y, finalmente, su rol como colegislador, en virtud del cual, debía prestar su sanción para la promulgación de las leyes, y podía, además, vetar su aprobación. Así, en palabras de Bravo Lira, antes que gobernante era el guardián del orden instituido. Sin embargo, contra lo que suele pensarse, el Congreso no quedó completamente subordinado al poder ejecutivo puesto que la Carta le concedió facultades no menores que permitían el establecimiento de un equilibrio y balance entre los órganos del Estado. Entre dichos instrumentos cabe destacar las leyes periódicas a través de las cuales se aprobaba el presupuesto anual del Estado, la rendición de cuentas del mismo, las contribuciones y el establecimiento de las fuerzas de mar y tierra. Sin el consentimiento del Congreso en estas materias, el presidente quedaba con las manos atadas.

Interpretación constitucional a lo largo del siglo XIX

La presencia de estos mecanismos complementarios, presidenciales y parlamentarios, generaron un texto constitucional funcional como herramienta de organización del Estado, pero flexible, adaptable a los cambios que la realidad social y política exigiera. Esto, señalan historiadores como Edwards y Góngora, significó que existieran diversas interpretaciones constitucionales según el ethos imperante en las clases dirigentes, sin que fuera necesario cambiar la letra de la Constitución mayormente. Convivieron entonces durante el siglo XIX dos grandes interpretaciones de la Constitución.

La primera de estas, denominada portaliana o autoritaria, acentuaba el poder del presidente como cabeza del Estado, con la facultad de hacer y deshacer, contando con diversas herramientas constitucionales para asegurar su primacía, como lo eran sus atribuciones electorales y las llamadas “influencias morales” sobre los funcionarios públicos. Esta interpretación existía en la práctica cuando el presidente tenía el celo de hacer valer su autoridad, desapareciendo con los presidentes de personalidad más débil, como Pérez o Pinto. Cabe destacar que el sustrato político era irrelevante; pelucones y liberales rotaron en la máxima magistratura manteniendo consistentemente la impronta portaliana. Tanto es así que Alberto Edwards señala, en “El Gobierno de don Manuel Montt”, que el nuevo liberalismo –el de Errázuriz Zañartu, Santa María y Balmaceda– se constituyó como el pleno heredero del peluconismo autoritario.

Por otro lado, los cambios en la aristocracia chilena durante el siglo XIX, debidos a los nuevos elementos sociales e ideas que se fueron incorporando a ella, generaron un fortalecimiento del sentimiento de independencia de los grupos oligárquicos, aparejado con un creciente poder económico, político y social frente al presidente. Este cambio en el balance de poderes se expresaba a través de estallidos parlamentarios, especialmente respecto al uso y abuso de las facultades constitucionales del Congreso como medidas de presión política. Frente a presidentes no autoritarios primaba sin problemas el poder legislativo, pero existían conflictos serios cuando el presidente era de un talante más autoritario. Se configuró entonces una interpretación constitucional parlamentaria, en pugna constante con el presidencialismo autoritario. Lo anterior tuvo un sustento material en el texto mismo de la Constitución, toda vez que en ella existían disposiciones que le otorgaban al Congreso facultades –como las leyes periódicas– a partir de las cuales el poder legislativo representó un efectivo contrapeso al Ejecutivo.

Este choque de interpretaciones llevaría a la Guerra Civil de 1891, luego de la cual primó sin contrapeso la interpretación parlamentaria, hasta el surgimiento de la figura de Arturo Alessandri. Frente a esta polémica, la propia Constitución no daba una respuesta clara; eran los elementos subyacentes, sociales y espirituales, los que definieron en una etapa u otra la naturaleza de la Constitución. No existía una interpretación textual “correcta”.

Las proyecciones de 1833

La Constitución de 1925 pretendió zanjar definitivamente el conflicto entre los poderes del Estado, consagrando definitivamente un régimen presidencial. Sin embargo, en ella quedaron abiertas ciertas disposiciones que permitieron que, en el transcurso del siglo XX, se desarrollaran una serie de vicios entre los cuales se puede mencionar el fuerte estatismo, la escasa referencia a los partidos políticos –que trajo consigo una fuerza politización de la sociedad–, el debilitamiento del Ejecutivo frente al Congreso, y la poca independencia del poder judicial.

En respuesta a ello es que surge finalmente la Constitución de 1980, la cual buscó solucionar dichos vicios. Para ello vigorizó la figura del presidente; fortaleció las facultades fiscalizadoras de la cámara baja y la independencia del poder judicial; consagró el Orden Público Económico; y estableció una protección más robusta de los derechos individuales. Pero todas estas modificaciones fueron hechas sobre la experiencia de las constituciones anteriores, lo que significa que las bases sentadas por Portales y Egaña en la primera mitad del siglo XIX no fueron eliminadas de nuestro sistema, sino que las constituciones posteriores se fueron construyendo sobre una rica y fructífera tradición, que se adapta a las necesidades de cada tiempo, sin innovar innecesariamente, manteniendo un delicado balance entre continuidades y cambios.

Esta forma de pensar una constitución, unida a la experiencia y tradición, al sufragio universal de los siglos, para usar la expresión de Juan Vásquez de Mella, es una que se ordena no a quimeras e ilusiones, sino que al verdadero hombre en su realidad y contingencia. Nuestra historia nos revela saberes y lecciones de generaciones pasadas, soluciones efectivas para problemas de ayer y hoy. Es por esto que en nuestro actual proceso constituyente es relevante recordar que no somos una sociedad aislada, sino que formamos parte de una cadena que une pasado y futuro, una sociedad que trasciende a la mera temporalidad. Una constitución que se desprende y olvida el pasado se expone casi seguramente a repetir errores que nuestros padres supieron en su momento solucionar. Como escribió Jaime Eyzaguirre, sólo en la fidelidad se cuaja la esperanza.