Ensayo publicado en El Libero, el 17 de septiembre de 2021.
Por Ignacio Stevenson y Joaquín Vidal.
Al morir Jaime Eyzaguirre, en 1968, Gonzalo Vial escribió una columna en Portada con este mismo título. Se lo lee afectado, perplejo, triste… Levanta, sin embargo, esta idea: “creer en la muerte de Jaime Eyzaguirre como una aniquilación total sería negar lo que él mismo enseñó con la palabra y con el ejemplo”. Eso es lo que se pretende también hoy día. Por eso, en un nuevo aniversario de su tránsito, escribimos palabras necesarias, porque “callar parecería consentir en una muerte que rechazamos”.
Jaime Eyzaguirre Gutiérrez nació en Santiago, el 21 de diciembre de 1908. Fue un historiador católico de talla. Uno de los más leídos en Chile durante el siglo XX, junto a Alberto Edwards y Francisco Antonio Encina. Su vida es sorprendentemente multifacética: profesor universitario, investigador agudo, escritor profundo, divulgador de nombre, conferencista y con algo de “editor”; estuvo ligado a las revistas Falange, Estudios, Finis Terrae, y al Boletín de la Academia Chilena de la Historia, a la que también perteneció. Formó parte de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, junto con otros connotados jóvenes que luego harían época como intelectuales. Así, Mario Góngora (su ayudante), Armando Roa y Julio Philippi, entre otros. Fundador del Instituto de Historia de la Universidad Católica y de la Academia Diplomática de Chile… la lista podría extenderse demasiado.
Como buen admirador del Barroco, era en clases un personaje: “Sin duda la mayor aptitud natural de Jaime Eyzaguirre fue la de maestro. Todo confluía a su auténtica excepcionalidad como tal… conocimientos, voz, ademanes, estructura y dramatismo de las clases, y la pasión en la defensa de la verdad, incluso con una ironía demoledora” (Cf. Vial [et al.], Jaime Eyzaguirre en su tiempo (Santiago, 2002), p. 172). Comenzó a hacer clases a los 24 años, en 1932, y no lo detuvo más que su trágica muerte.
El expresidente Ricardo Lagos lo recuerda como “un gran historiador, en el sentido de tener una visión del pasado y no ser sólo un ratón de biblioteca. Se podía discrepar, pero su pensamiento histórico era notable”. ¿De dónde le venía? Los hombres decisivos para su formación fueron cuatro: el sacerdote Eduardo Lüdemann (padre en la historia, lo llamaba), el escritor francés León Bloy, el presbítero Juan Salas y el jesuita Fernando Vives.
Sus clases de Historia del Derecho comenzaban con un análisis de las corrientes que consideraba más relevantes dentro de la filosofía de la historia. Así, San Agustín, Vico, Bossuet, Hegel, Marx, Spengler, Toynbee… (Gonzalo Vial [et al.], p. 204). El conocimiento profundo de la lógica de la historia lo convirtió en un inconforme ante memorialistas sin belleza o estilo, que concatenan una fuente detrás de otra sin dejarnos nada al final del camino. Por eso reaccionó con fuerza contra el tipo de historiografía decimonónica y liberal, alzando una pluma más alta y más verdadera.
Eyzaguirre era un hombre que tomó las armas del espíritu para enfrentarse, cual Quijote, a una época en decadencia, de la que seguimos siendo una somera consecuencia. No escatimó nada en su cruzada. Vivió pobre, por opción y por ocasión, aceptando la pobreza evangélica que le permitía dedicar todas sus fuerzas al servicio de los hombres, con la fecundidad que implica siempre acoger el don divino.
Un hombre de estudio, sin duda; un sabio, pero jamás un erudito. Eso es, quizá, lo que hoy genera tanto rechazo al personaje, perdiéndose una de las fuentes más iluminadoras de la tradición intelectual nacional. En la era el paper indexado, donde conviene cuidarse mucho de ser novedoso —aunque no por ello original—; donde el aparato crítico supera el texto mismo, y las prioridades de muchos académicos se ven trastocadas por las exigencias de Fondecyt. En la era de la técnica, donde las ciencias del espíritu languidecen ante las ciencias naturales; donde cada vez tienen más sentido aquellos versos de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?/ ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?/ ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en la información?”… En la era de la barbarie, en definitiva, se vuelven rudos los oídos ante voces superiores. Eyzaguirre es, sin duda, una de ellas.
El concepto fundamental en Eyzaguirre es, sin duda, la tradición: “sólo el que se siente depositario de un mensaje escrito con la tinta de los siglos es capaz de marchar con ruta firme y con fe inquebrantable. Tiene por delante una misión para los vivos y por detrás el respaldo de los muertos” (Hispanoamérica del dolor (Santiago, 1986), p. 16).
Esta idea ha sido recientemente desacreditada en el libro Pensadores fundamentales, de Hugo Herrera (UDP, 2021). Según este interesante libro, lo de Eyzaguirre sería “una producción que se halla vertida en moldes, antes que en la expresión de una mente abierta a los pensamientos y las situaciones de su tiempo” (p. 20). Herrera no se detiene en un análisis sereno de Eyzaguirre, sino que lo juzga a través de su obra más ensayística, que hace las veces como de colofón de sus investigaciones previas: Hispanoamérica del dolor.
Nos parece, sin embargo, que Eyzaguirre merece una consideración más acabada. No es, por cierto, ésta la tribuna para hacer una réplica a su erudito e inteligente estudio. Haremos, sin embargo, una somera reflexión a partir de dos de sus obras.
En el mismo Hispanoamérica del dolor, Eyzaguirre defiende que la herencia recibida no es meramente para “guardarla como reliquia”, sino para utilizarla en favor de “nuevas creaciones” (Hispanoamérica, p. 23). No pretende ser él quien efectúe la “aplicación hermenéutico-política”. Está un paso más atrás: quiere poner las condiciones para que esto sea posible; un esfuerzo común, por lo demás, al de Osvaldo Lira, afectado también por el análisis de Herrera.
El punto es que esas “nuevas creaciones” deben basarse en la “herencia recibida”. El análisis de Eyzaguirre es bien similar —aunque en otra sede, por cierto— al que puede verse en sociólogos como Hernán Godoy, Carlos Cousiño o Pedro Morandé. Es la rebelión de la cultura propia frente a modelos externos. Sólo desde la “propia voz” se puede crear una síntesis que sea “germen activador” de la comunidad cultural. Lo de Eyzaguirre es mucho más una serie de rasgos preliminares para una sociología de la cultura, antes que un análisis erudito. Se basa, por cierto, en los documentos, como puede verse en el conjunto de su obra, pero no le interesa otra cosa que proponer un análisis a quienes se presupone que conocen los datos. Es justamente la sociología de la cultura, como ha sostenido Morandé, el fundamento para una hermenéutica de la historia.
Tampoco propone una visión “esencialista” de la cultura o la nación chilena; la tradición es justamente “evolutiva”: “Es tradición todo aquello que ha llegado a incorporarse a los pueblos como algo inherente a su propia persona” (Hispanoamérica, p. 40). En este sentido, Eyzaguirre es un fenómeno intelectual muy similar al peruano Víctor Andrés Belaunde —autor, por ejemplo, de Peruanidad (1943) y La síntesis viviente (1950)—; un autor, dicho sea de paso, en quien también podemos encontrar el concepto de “lo telúrico” tan recurrido por Herrera.
En estas fiestas patrias
De las obras de Jaime Eyzaguirre hay una que resulta muy atingente a estos días de celebración de las fiestas patrias, que se hace cargo de ciertos errores históricos que con mayor o menor extensión se difundían en tiempos de Eyzaguirre: Ideario y Ruta de la Emancipación Chilena. En este pequeño libro se realiza un análisis crítico de las causas que tradicionalmente se habían esgrimido para explicar la independencia de Chile.
El autor parte por abordar cuál era el ideario sobre el origen del poder que tenían los primeros españoles que llegaron a América, que se mantuvo formalmente hasta el fin de la dinastía Habsburgo. Este ideario corresponde al defendido por san Isidoro, consistente en que el poder desciende primero de Dios a la comunidad y después de ésta al rey o soberano. Esta concepción, que otorga un mayor protagonismo al pueblo en la distribución del poder político, estuvo presente en la mentalidad de los primeros españoles que llegaron a América. Esta idea isidoriana sería desplazada con la llegada de los Borbones a la corona española en el siglo XVIII, introduciéndose con ellos una noción absolutista del poder real, donde el monarca gobierna teóricamente sin contrapesos ni límites, dado que su derecho para gobernar le sería transmitido directamente de Dios, y no desde la comunidad como intermediario. Partiendo de esa base, Eyzaguirre demuestra que, a pesar de las influencias borbónicas, la tradición isidoriana todavía siguió viva en cierta medida en Hispanoamérica.
Tampoco estuvo el monopolio comercial entre las causas de la independencia (tesis que después sería ahondada por Sergio Villalobos en su afamado Comercio y contrabando). Eyzaguirre sostiene que “después de examinar estos antecedentes, parece excesivo incluir, menos para Chile, en la lista de las causas de la emancipación, el sistema de monopolio mercantil impuesto por la metrópolis” (Ideario y ruta de la Emancipación Chilena (Universitaria, 1972), p. 65).
Con respecto a las ideas ilustradas, habla el autor de un “escaso influjo”, “explicable por la prohibición impuesta a su lectura, la extrema distancia geográfica entre ambos países y el limitado conocimiento que aquí se tenía de la lengua francesa”.
El estudio de este caso particular vuelve sobre la esencia del asunto: que únicamente en el riguroso estudio de nuestra tradición, podremos avanzar hacia mejores derroteros en el futuro, “porque sólo en la fidelidad se cuaja la esperanza” (Hispanoamérica, p. 24).