Ensayo publicado en Suroeste el 12 de junio de 2024
El anuncio del aborto libre en la cuenta pública del presidente Boric
“La mayor astucia del mal ―dice Nicolás Gómez Dávila― es su mudanza en dios doméstico y discreto, cuya hogareña presencia reconforta” (Gómez Dávila, N.; Escolios a un texto implícito). Todo mal, en efecto, tiende a ocultarse en lo cotidiano. Cuando algo se vuelve habitual, por más horrible que sea, ya no nos espanta tanto como debería. Y este es el caso del aborto: un problema ya tan cotidiano, que no reparamos en su espantosa maldad.
Al año, según estima la Organización Mundial de la Salud, se efectúan cerca de 73.000.000 abortos. Es decir, estamos frente a casi 13.000.000 más de muertes que las que ocurrieron en toda la Segunda Guerra mundial. Aún para quien “no se decide” si “eso que está en el útero” es una persona o no, esta sola cifra debiese bastar para que, al menos, se detenga a considerarlo. Y es que, si el cigoto, el embrión o el feto (para estos efectos no haremos distinción entre los términos) resultase ser una persona, entonces estaríamos frente al genocidio más grande de la historia. Y no solo eso, sino que este genocidio estaría avalado por todos los Estados en que se lleva a cabo, a vista y paciencia de todo el mundo. Incluso para quien no crea que el feto es persona, la gravedad de estar equivocado le impone la obligación de replantearse seriamente su postura.
Ahora bien, para quienes sabemos que el feto, de hecho, sí es una persona, la situación es peor aún. Repito, al año se están matando 73.000.000 de personas ―¡casi cuatro veces la población entera de Chile!― de manera legal, muchas veces financiada por el Estado y a vista y paciencia de todos, incluidos nosotros. Pero no solo se trata del número, sino también de la víctima, pues en el aborto se asesina al más inocente de todos los hombres, al que no ha hecho nada aún y que no tiene posibilidad alguna de defenderse a sí mismo. Nuevamente, a vista y paciencia de todos, incluidos nosotros.
Incluso para quien no crea que el feto es persona, la gravedad de estar equivocado le impone la obligación de replantearse seriamente su postura.
Sin embargo, la verdadera, horrenda y espantosa situación se nos devela cuando consideramos qué es realmente el hombre: imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen. 1, 26). En cada aborto, cada vez que se asesina a un pequeño inocente, se está borrando de la faz de la tierra una imagen viva de Dios. Y no solo eso, sino que, además, en cada aborto, de cierto modo, se está matando al Hijo de Dios. Recordemos aquellas palabras de Jesús: “en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt. 25, 40). Digámoslo, por más espantoso que suene: en cada aborto, la humanidad asesina a un hijo de Dios y con esto, de modo tan terrible como inefable, la humanidad vuelve a asesinar al Hijo de Dios. El pecado que se esconde detrás del aborto es repudiable hasta el extremo, de una maldad espantosa, tremebunda e indescriptible. No resulta sencillo pensar en otro pecado más malvado y perverso que este. Sus tintes diabólicos son evidentes. No hay católico, ni cristiano, ni hombre de buena voluntad que pueda, ni deba dormir tranquilo sabiendo que esto ocurre, todos los días. Y de nuevo, a vista y paciencia de todos. A vista y paciencia nuestra.
Nos hemos habituado al mal y lo hemos secundado con nuestro silencio. Se hace difícil pensar en otro tiempo más malvado que el nuestro, en el que no pocos Estados han acordado cometer sistemáticamente el peor pecado contra la humanidad que pueda pensarse y, sin embargo, por uno u otro motivo hemos callado. Es una responsabilidad ineludible que salgamos del letargo en el que nos encontramos y aunque cueste ―porque de seguro que nos costará― hacer todo lo posible por impedir que esto siga ocurriendo.
No basta tan solo con denunciar el problema. Es necesario también pensar en soluciones. La primera de ellas, por supuesto, es salir de la tan cómoda como perversa “neutralidad”. No existe neutralidad posible en este asunto. Recordemos a Pilato, cuyo silencio se transformó en la condena a muerte del Hijo de Dios. Hoy, el silencio frente a quienes pretenden matar al no nacido, tiene el mismo efecto: dejarlo morir. No hay peor complicidad que el silencio y la pasividad política de los que saben lo que realmente es el aborto.
No hay católico, ni cristiano, ni hombre de buena voluntad que pueda, ni deba dormir tranquilo sabiendo que esto ocurre, todos los días.
Abandonada, entonces, la supuesta “neutralidad” que resulta tan cómoda, lo siguiente sería recordarle a quienes saben que el aborto está mal, lo mal que está. No olvidemos que el mal se esconde bajo la costumbre. Saquemos de su disfraz al aborto y denunciemos su terrible y execrable maldad.
Respecto a quienes “no se deciden” si acaso el feto es o no una persona, siempre es bueno mostrarles los males que se siguen de que efectivamente lo fuera y de que se permitiera el aborto. Y, a partir de esto, también siempre es bueno acompañar en la reflexión; pero a una reflexión sincera y sin trampas. Pues si convencemos a base de trampas y de mentiras, el día en que se descubran perderemos a quien creímos convencer. Sobre este punto, además, siempre es bueno mencionar que si acaso nosotros no tenemos del todo claro los motivos por los cuales está mal el aborto no debemos ser orgullosos, reconozcamos lo que no sabemos y acudamos junto con el otro a quien nos pueda ayudar. No perdamos nunca de vista nuestro objetivo: la verdad.
Y si creemos que el aborto está mal por vía de la fe, sin haber ahondado demasiado en los argumentos naturales, no procedamos distinto. Busquemos quien nos ayude a convencer desde lo que se puede conocer por la sola razón, pues la discusión solo es posible desde verdades que se tengan en común. Con todo, no ha de significar esto que renunciemos a lo que sabemos por la revelación, pues, accesibles o no a la sola razón, los argumentos de fe no dejan de ser verdaderos.
Siempre es bueno acompañar en la reflexión; pero a una reflexión sincera y sin trampas.
Luego, frente a quienes son activos defensores del aborto, sepamos dialogar con ellos desde el amor. Sigamos el ejemplo de Cristo, quien, por cierto, más de alguna vez se encolerizó ―con santa ira― frente a los pecadores, pero que las más de las veces los trató con la paciencia y la dulzura del amor. Esto, dicho sea de paso, también debe entenderse bien, pues el amor es suave, pero sigue siendo firme a la vez. Sepan disculpar la vulgaridad del ejemplo, pero debemos tener siempre presente que el amor se asemeja a los colchones inflables de los bomberos, que reciben con suavidad al hombre que se lanza sobre él desde el tercer piso, pero sin por eso ceder un centímetro de su posición. Es decir, la suavidad del amor no debe traducirse en suavidad en la doctrina. Debemos, por tanto, ser realmente capaces de odiar al pecado y de amar al pecador; de odiar el aborto y de amar a quien lo defiende e incluso a quien lo practica. Recordemos aquellas palabras de Jesús: “habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan” (Mt. 5, 42-43). No olvidemos ni la atrocidad del pecado, ni el mandato evangélico.
Sobre todo esto, además, cabe señalar que
discutir con otro supone siempre al menos dos condiciones: a) creer que tengo razón y b) reconocer que el otro no es imbécil o perverso, y que por lo tanto, incluso estando equivocado, tiene algo importante que decir. No tendrá razón, pero ciertamente tiene razones (Letelier, G.; “La amistad como principio de la Polis”).
Que sepamos que el aborto está mal, no significa que estemos exentos de hacernos cargo de los argumentos de nuestra contraparte. Es posible, incluso, que tengan algo que enseñarnos. Debemos siempre dialogar desde el amor y la humildad.
Debemos, por tanto, ser realmente capaces de odiar al pecado y de amar al pecador; de odiar el aborto y de amar a quien lo defiende e incluso a quien lo practica.
Finalmente, para quienes tienen injerencia en la cosa pública, deben saber que no hay voto que valga lo que vale una vida, menos la vida de un hijo de Dios. Nada justifica la indiferencia ―o la aprobación― del aborto. La conciencia puede vivir con una elección perdida, pero no con la sangre de niños inocentes.
Llegados a este punto, cuando toca recordar la importancia de lo verdaderamente importante: la oración y el sacrificio, es fácil caer en la tentación de pensar que se trata de una concesión a las buenas costumbres; de un gesto de buena crianza para con Dios. No nos dejemos engañar. Tanto la oración como el sacrificio son los dos medios más eficaces contra el mal que tenemos, pues su eficacia no depende de nosotros, sino de Dios. Cuando hablé del aborto, lo describí como “el peor pecado contra la humanidad que pueda pensarse”, pues existen pecados mayores: pecados contra Dios. El mayor pecado del que es capaz el hombre, imitación del pecado de Satanás, es el del orgullo, el de la soberbia: decirle a Dios: non serviam (no serviré). No seamos estúpidos, no busquemos combatir un pecado con otro; no luchemos contra el aborto desde la soberbia. Recordemos que no podemos hacer nada mayor que implorar por ayuda a Dios, ya sea en oración, ya sea con sacrificios.
Tanto la oración como el sacrificio son los dos medios más eficaces contra el mal que tenemos, pues su eficacia no depende de nosotros, sino de Dios.
Una última cosa: no perdamos tampoco la esperanza, pues “por medio de la Santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo y también por medio de Ella debe reinar en el mundo” (San Luis María Grignion de Monfort; “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María”). Y María ya nos ha dicho en Fátima: “mi inmaculado corazón triunfará”.
Por Alejandro Cifuentes
Investigador Tanto monta