Ensayo publicado en El Libero, el 22 de junio de 2021.
Por Alejandra Saelzer e Ignacio Stevenson.
Quién fue Mario Góngora
Hoy se cumplen 106 años del nacimiento de Mario Góngora, a quien recordamos con agradecimiento y admiración. “El historiador chileno más sobresaliente de su generación” en palabras de Simon Collier; considerado como maestro por figuras tan disímiles como Bernardino Bravo Lira y Gabriel Salazar.
Mario Góngora fue un intelectual chileno apasionado por el saber desde su juventud. No se conformó con sus estudios de Derecho, sino que se sumergió en la lectura de los intelectuales más destacados. Según el estudio de Leonidas Morales —siguiendo el Diario de Góngora— en poco más de dos años, mientras estudiaba Derecho en la UC, leyó 621 libros. Luego de terminar Derecho, estudió Historia en el Instituto Pedagógico. Estuvo relacionado con las revistas Estudios, Dilemas y Lircay, que llegó a dirigir. Recibió el Premio Nacional de Historia el año 1976, y fue el primer chileno en publicar en la prestigiosa Cambridge University Press.
La búsqueda por la verdad de Mario Góngora explica sus afinidades a distintas tendencias culturales; en su juventud se adscribe al comunismo, del que se desencanta luego de leer a Nietzsche. Vuelve a la Iglesia Católica, acercándose a las ideas de la Falange.
El listado de sus obras es impresionante por la diversidad tanto temática como de enfoque y géneros. Fuera del afamado Ensayo histórico (1981), escribe, por nombrar sólo algunas, El Estado en el Derecho Indiano (1951); Evolución de la propiedad rural en el Valle de Puangue, (1956), Origen de los inquilinos de Chile Central (1960); Encomenderos y estancieros (1970); Estudios de historia de las ideas y de historia social (1980). Se esforzaba, como apunta Fermandois, “por indicar hacia las fuentes permanentes de sabiduría mientras se está inmerso en el escenario siempre cambiante de la historia”.
Padecer la historia
El debate sobre el Ensayo de Góngora es sumamente interesante y pertinente. Las ediciones más recientes de la Editorial Universitaria han recogido algunos de ellos, como el de Gonzalo Vial, Arturo Fontaine, Sergio Villalobos o Bernardino Bravo. Otros investigadores también se han dedicado a este pensador fundamental, ya sea en obras generales o específicas sobre Góngora. Así, Patricia Arancibia, Cristián Gazmuri, y, más recientemente, una recopilación de artículos editados por Gonzalo Geraldo y Juan Carlos Vergara, además del notable libro de Diego González Cañete.
El Ensayo tiene, qué duda cabe, aciertos y desaciertos, pero no es ni todo ni el principal aporte de Góngora. Lo más rescatable del libro es su rebeldía ante la idea de abolir la tradición en nombre de la utopía.
La mayor preocupación de Góngora —atento lector de Heidegger— es la sociedad de masas que produce la tecnificación de la vida. La masa, según Góngora, y muchos otros, no es un simple grupo de hombres vociferantes actuando en conjunto, sino que, es un régimen que actúa según una voz superior o las corrientes circulantes. La sociedad de masa es un fenómeno que llega a su culmen con el absolutismo materialista originado en la Ilustración del siglo XVIII, cuando el hombre pone sus aptitudes y sus fines en la satisfacción de sus necesidades, el dominio de la naturaleza y una fe ciega en sus capacidades.
Según Góngora, la técnica y la masa están íntimamente unidas ya que se generan recíprocamente. El resultado de una civilización materialista y de masa es la falta de individualidad, la despersonalización del hombre, la creación de un individuo asilado y atomizado… Aquí está el problema: el hombre deja ser hombre por volverse parte de un sistema que él mismo ha creado. Una profunda preocupación para Góngora ya que con el mayor de sus esfuerzos intenta, por medio de la Historia, humanizar y rescatar el espíritu del hombre atomizado. Aun así, el mayor problema no es simplemente la deshumanización del hombre, sino de toda una sociedad, ya que las comunidades y las tradiciones son destruidas por el poder masivo, perdiéndose la sensibilidad, creencias y pensamientos de una cultura entera. Como bien dice el autor: “una nación sin conciencia del pasado se entrega a todas las utopías o vive simplemente al día” (El Mercurio, 26 agosto 1976).
Ante esta realidad, que puede parecer desesperanzadora, Góngora con su habilidad de encauzar la Historia nos invita a no desesperar ya que, el diagnosticar el problema es infinitamente mejor que el desprecio o la ignorancia, e incluso, incita a ser parte de un cambio. Ahora bien, Góngora parece ser más bien un desencantado de la respuesta propiamente política al problema de la tradición. Se ha disuelto, destaca Fermandois, el lazo casi invisible pero resistente que le hizo pensar en el vínculo entre esperanza y poder. “Hay pues, dice el propio Góngora, una posibilidad de escapar interiormente a la prepotencia reconocida del aparato del régimen de masas. Eso significa la verdadera libertad”. Una reflexión que va muy en la línea con Tocqueville, uno de sus puntos de referencia más fuertes, pero también con la idea agustiniana de la Ciudad de Dios: “¿Qué importa bajo qué imperio vive el hombre destinado a morir, mientras sus gobernantes no le obliguen a realizar acciones impías e inicuas?” (V, 17).
En este contexto se inserta también su crítica a la historiografía de su tiempo. Góngora alza su voz contra la disciplina entregada a las corrientes ideológicas de moda; ya sea marxismo, el economicismo o la tecnocracia. Llega a la conclusión de que la Historia debe purificarse, fundándose en el espíritu y la jerarquía. Por medio de consejos a futuros historiadores, intenta enmendar este problema y darle solución por medio de la filosofía y los estudios clásicos. “Creo que el principal defecto de nuestra historiografía es el positivismo documental. Contra eso no hay más remedio que una gran formación filosófica y teórica basada en los clásicos de la historiografía y los filósofos de la historia. Así se evitará que los nuevos historiadores sean meros epígonos de la historiografía del siglo XIX chileno o que se subordinen a la economía o a la sociología” (El Mercurio, 26 agosto 1976).
Por un lado, está la gran historia, pero “por otro lado están los resultados de la historia, su espuma, sus rasgos más visibles, el estilo del tiempo. Uno puede adecuarse a él o no; pero ni una ni otra actitud implica realmente hacer historia en sentido fuerte. Copiar las formas dominantes es padecer la historia, es capitular ante ella, nada más” (“Historia y aggiornamiento”, p. 114).
Hacer Historia
Para hacer propiamente Historia, hay que atender a las reflexiones más hondas del hombre y la sociedad. En Góngora parecen haber fundamentalmente dos: libertad y tradición.
El mismo Góngora cita en este punto al historiador Jaime Eyzaguirre y al filósofo Osvaldo Lira. Uno y otro han reflexionado fuertemente sobre la tradición. Quizá sendas frases basten para ilustrar el punto. Lira afirma que “la tradición es la metafísica de las naciones”, y Eyzaguirre que “sólo en la fidelidad se cuaja la esperanza”. La esperanza que Góngora no encuentra en el poder, la encuentra en esta noción que es, a su vez, causa y consecuencia de la libertad: la tradición.
La tradición es consecuencia de la libertad pues únicamente los seres libres (lo que equivale a decir, con alma espiritual) son capaces de integrar en sí mismos el pasado, y esgrimirlo hacia el porvenir (acopiar de fuerzas el espíritu, en expresión de Lira). Pero, más fundamentalmente, la libertad es consecuencia de la tradición, puesto que sólo habiendo integrado la experiencia en un contexto total de sentido se puede ser verdaderamente libre.
Ser verdaderamente libre equivale a sacarse de la cabeza esa idea trasnochada de que “mi libertad termina donde empieza la de otra”; frase que encandila por trivial, y confunde por vacía. Góngora destina un notable ensayo al tema de la libertad: “Libertad y cultura occidental”. En él, define libertad en los siguientes términos: “un poder de recogimiento, en cuya virtud no es el hombre un mero reflejo de cosas externas”, sino que “recogiéndose, sea para oponérseles, desde el fondo de sí mismo o interpretándolas, integrándolas, personalizándolas, desde el fondo también de sí mismo” puede actuar como dueño de sus propios actos. Libertad es, en definitiva, “el principio de posibilidad frente a la realidad”.
Para juzgar la propia época y “marchar con ruta firme”, en expresión de Eyzaguirre, es menester conocer otras épocas, y saber cómo llegamos a la actual. Conocer al hombre en el tiempo, y no esperar “repúblicas perfectas que nunca han existido ni existirán”, al decir de Maquiavelo. En definitiva, no vivir acríticamente al ritmo que nos imponga la época presente; esta es, justamente, la distinción heideggeriana entre una actitud auténtica e inauténtica (Ser y tiempo §56-60).
La tradición es la entrega (traditio), de una generación a otra, de la sabiduría acumulada hasta ese momento; de ahí que sea tan feliz la expresión de Bernardo de Chartres: “somos enanos en hombros de gigantes”. Pero la tradición no es simplemente el traspaso de cosas externas; libros, instituciones, costumbres… Lo transmitido tiene que ser integrado en la interioridad misma de cada hombre. De ahí que Cicerón la llamara “sabia transmisión”.
La tradición es, ante todo, una actitud y un modo de razonamiento, que mira la sabiduría heredada del pasado como un don, y no como formas de dominación o heteronomía. Es la idea de que la belleza demora siglos en construirse, y segundos en destruirse, como ha recordado Roger Scruton.
Góngora abre su ensayo citando al padre del conservadurismo: Edmund Burke. Es el mismo Burke quien sostiene que “la ciencia de gobernar es materia que requiere experiencia, e incluso más experiencia de la que nadie pueda acumular durante toda su vida, por muy sagaz y observador que sea; es, por tanto, con una precaución infinita cómo los hombres deben aventurarse a derrumbar un edificio que, durante años, ha servido de un modo aceptable a los propósitos de la sociedad, o levantar otro sin tener ante los ojos modelos y ejemplos de probada utilidad” (Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Rialp, 2020, p. 124).
Revitalizar el pensamiento histórico desde los conceptos fundamentales del hombre y la sociedad; comprender que la formación histórica es ciega sin filosofía; contar con modelos incorporados que nos permitan juzgar nuestra propia época; conocer la tradición a la que pertenecemos, y que en gran medida nos constituye… en definitiva, leer a Góngora es siempre un estímulo intelectual de primer orden.