Ensayo publicado en Revista Raíces n°05 en julio 2023.
La «apropiación cultural» —y perdón que me apropie de ese término— que se ha hecho de nuestra premio Nobel es lamentable, y no deja de surgir la pregunta de si se hace desde la ignorancia de su obra o desde una deliberada mentira. Se la ha arropado con pañuelos que no son suyos y que no le hubieran parecido bellos (y ese criterio era, para ella, decisivo).
Gabriela Mistral habló de educación y de moral. De belleza y de deberes. Intentaremos acercarnos a algunos aspectos de su visión sobre estos temas en esta breve reseña. Mistral no habló de moral para decir cosas como «no podemos regir nuestras vidas por criterios morales añejos» o «nuestras leyes no se pueden basar en criterios morales». No. Más bien sus escritos denotan que la autora ve la necesidad de reconocer algo tan simple y tan grande como la noción de que el bien y el mal existen, y el primero ha de hacerse y el segundo, evitarse: «(…) lo que nuestra América necesita con una urgencia que a veces llega a parecerme trágica: generaciones con sentido moral, ciudadanos y mujeres [1] puros y vigorosos, e individuos en los cuales la cultura se haga militante, al vivificarse la acción: se vuelva servicio».
Aquel «sentido moral» sería entonces la noción de que es deber de cada uno hacer el bien, y ello supone que el bien existe. Pero la poeta no deja a «las generaciones» arrojadas a su suerte en esto: «La escuela debe ser fuente de enseñanza de moral y buen trato» … ¿No se suponía que la escuela debe «ser neutra»? ¿Cómo es eso de que en el colegio deba enseñarse moral?
Resulta que Mistral, sin desconocer el rol de la familia, resaltó especialmente la labor de los maestros en la vida de los alumnos. Y esta labor en ningún caso podía verse como una simple transmisión de un conjunto más o menos extenso de conocimientos: «Enseñar siempre: en el patio y en la sala de clase. Enseñar con la actitud, con el gesto y la palabra». Esto, nuevamente, parece oponerse a una idea instalada: la de que la vida privada de un profesor, de un político, debiera ser totalmente indiferente al alumno, al gobernado. Y esa escisión de ambos planos está relacionada, por cierto, con la relegación de la moral a «la mesa del pellejo»: ¿Qué me importa si mi profesor es buena o mala persona, mientras me enseñe aquello que me tiene que enseñar?... ¡¡«enseñar siempre»!!, ¡¡«con la actitud, con el gesto y la palabra»!!
Para no dejar indeterminado aquello de «el bien» o «los bienes», mencionemos un par de ejemplos que Mistral consideró como tales: un bien que debían difundir los maestros, y que difundió ella en sus años como profesora, fue el amor patrio (al que se refiere en su texto «El cultivo del amor patrio»). Otro ejemplo: el servicio. En «El placer de servir», la poeta entroniza el servicio como uno de los más altos bienes (lo mismo que en otros textos): «Hay una alegría en ser sano y en ser justo; pero hay, sobre todo, la hermosa, la inmensa alegría de servir. (…) Aquel critica, este destruye, sé tú el que sirve». El amor patrio y el servicio se suman, entonces, a la lista de las ideas de Mistral que podrían sonar añejas. Pero ¿qué se puede esperar de alguien que se refiere a sí misma como «tradicionalista»?
O sea: existe el bien, el maestro debe transmitirlo, y debe transmitirlo siempre. Es, por supuesto, exigente. Es demasiado. Aun así, añadamos una idea más: una forma de transmitir el bien es transmitiendo la belleza. Y Mistral enfatizó especialmente en esto: «Procura dar un poco de belleza a tu lección de todos los días (mira que Cristo no divorció la hermosa intención de verdad del deseo de hermosura y gracia verbal)». Y no solo defendió la belleza como una forma de hacer la clase («toda lección es susceptible de belleza»), sino como un fin de la educación, como «su ápice». La concibe como «el aliado más leal de la virtud», por lo que transmitiendo belleza se propicia que los alumnos sean virtuosos. Y virtuoso no es sino quien hace el bien.
Mistral enseñó en liceos de niñas de norte a sur. Con ellas, testimonian, habría rezado su oración llamada «El himno cotidiano», en que juntas pedían a Dios ser mejores, cosechar la verdad, dar «la suma de bondad». Todo esto es, por decirlo de algún modo, contracultural: la palabra «moral» suele usarse para frases como «es que tú estás dando argumentos morales», dando, aparentemente, con la invalidación del argumento. Por otro lado, la vida privada de personas que ejercen roles públicos suele ser vista como algo totalmente indiferente a ese rol (por supuesto, ¡no vayamos a hacer juicios morales al respecto!). Finalmente, el rezar con los alumnos sería hoy visto como una imposición casi violenta.
Olvidamos, a veces, que la mayoría de las discusiones sobre cuestiones públicas son, querámoslo o no, morales. Porque, como hemos dicho, hablar de moral es hablar del bien y del mal. Y, por lo tanto, de lo justo y de lo injusto. Por ello, es esencial recoger —quizás un poco tarde— el llamado de Mistral a ser una generación llena de sentido moral; que conozca el bien e intente difundirlo, que entienda que el bien no es lo mismo que el mal, y que la discusión sobre lo bueno y lo malo debe estar presente no solo en un reducto silencioso de la conciencia individual, sino en las aulas, en la discusión de una ley, en las decisiones sobre la cosa pública. Pensar si aquella decisión es un auténtico bien o no, es pensar en moral. Usar esa palabra de forma peyorativa es, a nuestro parecer, no haber entendido su significado.
Urge rescatar el auténtico pensamiento mistraliano. No para ponerle la «etiqueta correcta» (dudo que la haya), sino para nutrir nuestros debates con sus verdaderas enseñanzas, sin invenciones ni tergiversaciones. Esto sería, sin duda, un aporte para la formación de generaciones «llenas de sentido moral».
Rosario Corvalán
Investigadora Tanto Monta
[1] Este texto fue publicado en 1924. Es posible que la autora haya distinguido entre «ciudadanos» y «mujeres» porque estas aún no tenían derecho a voto.