Joaquín Larraín Gandarillas: humanismo y educación

Joaquín Larraín Gandarillas: humanismo y educación

Ensayo publicado en El Libero, el 26 de septiembre de 2021. 
Por Pablo Errázuriz.

Un 26 de septiembre de 1897 partía a la Casa del Padre el Arzobispo titular de Anazarba, monseñor Joaquín Larraín Gandarillas. Hombre de recio carácter y profunda inteligencia, dedicó su vida al servicio de la Iglesia y Chile, desde el pensamiento y la educación de jóvenes.

Nacido en 1822, en los primeros años de independencia del país, destacó desde joven por su inteligencia y dedicación en los estudios, recibiendo el Bachiller en Teología y la Licenciatura en Leyes en 1844. Luego de un tiempo de dudas propias e insistencias de su maestro y amigo don José Hipólito Salas –futuro obispo de Concepción–, abraza el estado sacerdotal, recibiendo las sagradas órdenes en 1847, a los 25 años. Desde esta edad, y hasta su muerte 50 años más tarde, monseñor Larraín Gandarillas se daría completo a la causa que Dios le encomendó.

Hay dos aspectos de su vida –ambos íntimamente ligados– que me gustaría rescatar en un nuevo aniversario de su fallecimiento: su faceta de humanista cristiano y su labor educacional, plasmada esta última en sus dos grandes obras, el Seminario de Santiago y la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Paladín de las humanidades

Relata Fidel Araneda –biógrafo de Larraín Gandarillas– que, luego de su muerte, el eminente arzobispo había sido olvidado en su labor humanista. Esto vino a cambiar con la publicación del libro La muerte del humanismo en Chile (1934) de Eduardo Solar Correa. Sin embargo, hoy pareciera haber sido una vez más olvidado, junto con la enseñanza de las humanidades como centro de cualquier educación verdaderamente humana, cuyo fin es hacer mejores hombres y no solo engranajes cualificados de una máquina productiva.

Monseñor Larraín fue incorporado a la Facultad de Humanidades y Filosofía de la Universidad de Chile el 23 de abril de 1863, pronunciando un discurso en que defiende la lengua y literatura latina como centro de una educación humanista. Señala: “La inteligencia precisa se desarrolla en las humanidades que son la gimnasia intelectual, a que durante seis u ocho años, se sujeta a las tiernas inteligencias de los jóvenes para pulirlas, trabajarlas, hacerlas agiles, y vigorosas y capaces de recibir y conquistar los preciosos tesoros de la ciencia (…). Las humanidades ejercitan la inteligencia con el desarrollo de la palabra hablada y escrita (…). El estudio de la literatura y de las lenguas es el más apropiado para cultivar la inteligencia de los jóvenes”.

Así, el estudio de una lengua y su literatura sería un ejercicio de la inteligencia esencial para la formación de jóvenes, especialmente respecto a la traducción, que obliga a comparar, reflexionar y pensar. Y de entre de todas las lenguas, la latina es la mejor como formadora, al ser un idioma fundante de Occidente, y ya cristalizada en el tiempo, por lo que no está sujeta a los vaivenes de la oralidad.

Esta importancia de las humanidades como base de la educación no implica que no deba existir una muy necesaria instrucción técnica, ordenada a formar en competencias prácticas para la sociedad, sino que es una defensa de la necesidad de una cultura común en la educación. Las humanidades son la expresión de la experiencia de las generaciones pasadas, llama ardiente de vidas que fueron y que nos transmiten experiencias intensamente humanas. Su valor pedagógico es más potente que una clase sobre ciertos principios humanos abstractos. En el llanto de Príamo por el destino de Héctor se expresa el drama de todo padre que debe enterrar a su hijo; Sócrates aprendiendo una nueva melodía antes de la cicuta es uno de los mayores testimonios del sano amor por la vida; y el Somnium Scipionis de Cicerón es uno de los relatos más brillantes del deseo y necesidad de servir a la patria. Las humanidades nos hacen mejores hombres con la fuerza del ejemplo, y siendo mejores hombre también seremos mejores ciudadanos. En las humanidades se expresa la sabiduría de Terencio, tan reflexionada por don Miguel de Unamuno: homo sum, humani nihil a me alienum puto; hombre soy, nada humano me es ajeno.

Pero monseñor Larraín no se quedaba solo en una erudición de las humanidades, de la literatura y la lengua, sino que estas debían ser iluminadas por “esas verdades fundamentales que ha puesto fuera de discusión la palabra infalible de Dios”, como señalaba en su discurso inaugural como primerísimo rector de la Universidad Católica. Solo con esta unidad de conocimiento humano y fe podía llegarse a una plena y perfecta educación, tanto en las ciencias como en la ética.

Prelado y educador. Modernizador y fundador

Esta profunda visión de lo humano fue la que impregnó toda la labor de don Joaquín. Especialmente relevante fue en su trabajo como educador, cosa materializada, como ya se dijo, en sus dos mayores obras: la reforma del Seminario de Santiago y la Fundación de la Universidad Católica.

Hacia la década de 1850 el Seminario Arquidiocesano de Santiago se encontraba en malas condiciones. La disciplina se estaba por el suelo, y la instrucción era arcaica y francamente deficiente. Monseñor Rafael Valentín Valdivieso –eminente Arzobispo de Santiago– confió la tarea de reformar el seminario a un joven Larraín Gandarillas –de un poco más de 30 años–, a pesar de las críticas por la supuesta inexperiencia del sacerdote. Su labor demostró lo infundado de estas críticas.

Larraín fue informado del nombramiento mientras se encontraba de viaje en Europa, por lo que aprovechó de visitar los seminarios del Viejo Continente y América en miras a idear un plan de reformas para el seminario colonial santiaguino. Volvió a Chile a finales de 1853 y desde entonces dedicó los siguientes cinco lustros al Seminario.

La primera y fundamental regla que siguió como rector del Seminario fue la predicación con el ejemplo. Escribe en sus Apuntes para el reglamento de mi conducta en el Seminario: “Como seré la cabeza seré modelo y daré buen ejemplo en todo, especialmente en la piedad, humildad, mansedumbre, laboriosidad y paciencia. Procuraré traer siempre recogido el espíritu, guardando en todas horas una grave y dulce modestia y no procediendo, ni en los asuntos más ligeros, inconsiderada y precipitadamente”.

La reforma no fue del todo bien recibida por los alumnos, acostumbrados a una disciplina laxa. Pero, reconoce don Crescente Errázuriz, el que el rector fuera más severo consigo mismo que con los demás, y acatara estrictamente todas las reglas impuestas, era un hecho conocido por todos.

En sus años como rector del Seminario, se procuró un nuevo edificio para este, potenció la devoción a Santa María y al Sagrado Corazón –el que también sería y es el patrono de la UC–, la práctica de los sacramentos, la oración y una disciplina ejemplar. Se implementó un sistema de notas en lugar del castigo físico. El elemento central era cultivar un verdadero espíritu sacerdotal entre los jóvenes seminaristas. Todo esto fue consagrado a través de un nuevo Reglamento, fruto de las observaciones hechas en los seminarios visitados por Larraín Gandarillas en sus viajes por Europa y América.

En materia pedagógica quiso privilegiar el desarrollo de la inteligencia por sobre la memorización de conocimientos superficiales. Para esto, mantuvo el latín como base la formación humanista, pero agregó elementos de matemáticas y redacción, a la vez que aumentó los ramos de formación eclesiástica. Si para 1853 se impartían solo “Teología Dogmática y la Moral, el Derecho Canónico y la Historia Eclesiástica; ya en 1874 existían, además, las cátedras de Hermenéutica Bíblica, (creada en 1853), Sagradas Escrituras, Griego, Patrología, Oratoria Sagrada, Teología Pastoral, Liturgia, y el Tratado de Justicia, concordado con el Código Civil Chileno” (Fidel Araneda Bravo, Hombres de relieve de la Iglesia Chilena, p. 137). Como se puede apreciar, la reforma curricular fue amplia y profunda.

En su perenne interés de privilegiar el desarrollo de la inteligencia por sobre la memorización, modernizó el sistema de evaluaciones, introduciendo exámenes escritos junto a los orales, dado que, como señala en una nota al arzobispo Valdivieso fechada en 15 de noviembre de 1875: “Según el sistema vigente generalizado en los colegios de Chile, el examen de que depende el porvenir literario de los jóvenes consiste en una prueba oral, cuyo éxito no depende exclusivamente de la preparación y competencia de los alumnos, sino también de su encogimiento o despejo, de la naturaleza de las preguntas que se le dirigen, de la manera cómo se las hacen y de las otras circunstancias que son parte a que la votación aparezca en no pocos casos más o menos injusta (…) con el transcurso del tiempo ganaría notablemente la enseñanza, pues quitaría el carácter rutinario que tiene generalmente en Chile; y permitiría adoptar aquellos métodos en que, sin descuidar el cultivo de la memoria, ejercitan principalmente la inteligencia”.

Todas estas reformas cambiaron profundamente el Seminario, permitiendo la formación de un clero responsable y capacitado, cosa que llevó a Crescente Errázuriz –en 1922, ya como Arzobispo de Santiago– a afirmar que “me siento inclinado a mirar esta obra como la principal y más grande del señor Larraín”.

La segunda gran obra educativa de monseñor Larraín nació en los últimos años de su vida. Luego del conflicto eclesiástico ocasionado por la sucesión de monseñor Valdivieso en el solio episcopal –conflicto en el que Larraín Gandarillas lideró a la Iglesia frente a los embates regalistas del presidente Santa María– quedó en evidencia la necesidad de crear una sociedad católica activa para combatir las pretensiones absolutistas de los gobiernos liberales. En este contexto, don Abdón Cifuentes y don Domingo Fernández Concha propusieron al nuevo arzobispo metropolitano –don Mariano Casanova– la fundación de una universidad católica. Luego de una negación inicial, monseñor Casanova consultó la idea con los presbíteros más importantes –entre ellos don Joaquín– y decidió darle su visto bueno al proyecto, pero solo “si el Obispo de Martirópolis, señor Larraín, se hace cargo de acometer la empresa”. El connotado prelado se puso inmediatamente a disposición del arzobispo.

De esta coyuntura inesperada e improbable nació la Pontificia Universidad Católica de Chile –primera universidad de su tipo en Hispanoamérica–, proyecto educacional al que don Joaquín le dedicó los últimos años de su vida, sirviendo como su primer rector e imprimiendo en ella su impronta. En su discurso inaugural señalaba lo que debía ser la finalidad de la casa de estudios: “Y espero que no se apasionara sino por un ideal: el de trabajar con desinteresado celo por la difusión de las verdaderas luces y por la sólida educación de la juventud”.

Siguiendo este ideal, han pasado por sus aulas una infinidad de políticos, académicos y profesionales que se han puesto al servicio del país, como ejemplo vivo de que el compromiso con lo común no es solo de las instituciones gubernamentales. Lo público y lo estatal no son sinónimos, toda vez que toda persona está llamado a servir a sus semejantes y a contribuir con el bien común, desde donde sea que ejerza su misión de vida. Es bueno recordar esta simple y sana idea en un momento histórico en que algunas fuerzas políticas han hecho suya la bandera de los gobiernos decimonónicos liberales de asfixiar toda iniciativa que no nazca de la mente del leviatán estatal. La Universidad Católica se levanta como un símbolo viviente de una activa sociedad civil al servicio de la Patria, como signo de contradicción frente a las pretensiones absolutistas que pretenden que nada haya fuera del Estado. Y monseñor Joaquín Larraín Gandarillas fue una persona clave en lograr que dicho ideal pudiera materializarse.