Ensayo publicado en El Libero, el 10 de agosto de 2021.
Por Alejandra Saelzer y Agustín Ovalle.
Chile, como el resto de los reinos de la Corona Española, vivía tiempos convulsionados empezando recién a proyectarse como república. Es en esta época —la denominada Patria Vieja— donde toma forma el Instituto Nacional, un 10 de agosto de 1813; centro educacional creado con el fin de “dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor” –en palabras de fray Camilo Henríquez—. Uno de sus impulsores fue don Juan Egaña Risco (1786-1836), quien ya en 1810 manifestaba el imperativo de su creación, a través de su Plan de Gobierno, así como en sus proyectos constitucionales de 1811 y 1813. Hoy, a 208 años de la fundación del “primer faro de luz de la nación”, resulta interesante volver a examinar la visión de uno de sus más grandes impulsores.
Juan Egaña Risco
Nació en Lima, donde estudió Cánones y Leyes. Posteriormente, se radicó en Chile para enseguida convalidar su título como abogado en la Real Universidad de San Felipe y luego dar cátedra de Elocuencia doctrinal, Oratoria y Panegírica en el Instituto Nacional. Es fundamentalmente conocido por su vasta carrera pública y su labor como redactor de las constituciones de 1811, 1813 y 1823, por las cuales también se le critica por haber sido excesivamente “moralista”. Por ese legado se le considera como uno de los “próceres de pluma” de la patria. Otra faceta (la menos estudiada) es la literaria, puesto que escribió muchísimo sobre organización política, educación, derechos políticos y economía, entre otras materias. De las anteriores sin duda destaca su desarrollada idea sobre educación y el rol primordial que ésta jugaba en la conformación de la República.
República “egañiana”
Para entender de buena manera su pensamiento en torno a la educación, es necesario primero estar al tanto del régimen político que defendía y la relación que tenía con ésta. Egaña en los albores de la revolución de independencia abogaba por un régimen monárquico constitucional federal, lo cual no implicaba una separación completa con España, sino gozar de mayor autonomía (autogobierno) manteniendo la fidelidad al rey. Con el transcurrir del tiempo, lo belicoso de los sucesos y la radicalización del discurso con un tono independentista, se resuelve por lo que consideró el mejor de los sistemas de gobierno para ese momento: la república.
Egaña optó por el régimen republicano influenciado por la lectura de los clásicos: Platón, Aristóteles y Cicerón, además de ilustrados como Rousseau, Montesquieu y Filangieri, por ejemplo. La lectura de estos autores derivó en una idea de “república” que implicaba la unión de libertad (democracia), concentración del poder (oligarquía) y mérito (aristocracia). El régimen “egañiano”, en todo caso, “nunca fue democrático o representativo, sino aristocrático” (Javier Infante, Antiguo Régimen e Ilustración en Juan Egaña, p. 159), aunque no debemos aquí entender “aristocracia” en un sentido nobiliario o de nivel socio-económico, como se suele entender hoy, sino como “el gobierno de los mejores”, lo cual implicaba que no habría más requisitos para ser parte de aquella aristocracia que ser un hombre virtuoso. He ahí una clave en el pensamiento de Egaña: la República que él imaginaba se sostenía por la virtud de sus gobernantes, y la virtud se adquiría —según él— mediante la ley, la religión y la educación.
A lo anterior, que podríamos denominar como “una república basada en el gobierno de los virtuosos o educados”, se suma otra perspectiva de la república “egañiana”, y es que, como buen ilustrado, creía que uno de los principales objetivos del Estado era proveer educación a sus súbditos bajo la idea de que “un Pueblo únicamente puede ser feliz con alguna ilustración y moralidad general” —en palabras suyas— (Juan Egaña, Reflexiones sobre el mejor sistema de educación que puede darse a la juventud de Chile, escrita por superior orden del Congreso Legislativo del reino). Así las cosas, se daba una especie de necesidad mutua, puesto que la república se sustentaba en la virtud (educación) a la vez que la república (el Estado, más específicamente) velaba por la educación de las personas; ninguna se concretaría de buena manera sin la otra.
Educación: ley, religión y enseñanza
La educación para Juan Egaña cumplía la misma función que la ley y la religión: formar a los ciudadanos en la virtud, a quienes en un futuro gobernarán el país. Sobre el carácter educativo de la ley, pensó que “los gobiernos deben cuidar de la educación e instrucción pública, como una de las primeras condiciones del pacto social (…). En fuerza de esta convicción, la ley se contraerá especialmente a dirigir la educación y las costumbres en todas las épocas de la vida del ciudadano” (Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Tomo I, p. 214). De esta forma, el carácter de la ley sería, por sobre todo, educativo: “la ley educa”. Esto se puede entender por la demarcación de ciertas conductas morales que la ley va realizando en la conciencia de las personas; al permitir, mandar o prohibir (y el consiguiente castigo por el incumplimiento de estas dos últimas) se le va señalando a la sociedad, en alguna medida, lo que es bueno y malo.
Respecto a la religión, Egaña la consideraba una herramienta que debía ser usada por el gobierno para que las virtudes se arraiguen en los ciudadanos, y para asegurarse de esto debía estar constantemente supervigilada. Aunque la idea utilitarista de la religión al día de hoy pueda parecer errónea, dada la separación que existe entre Iglesia y Estado, para entenderla se debe considerar la estrecha relación entre ambas instituciones en aquel tiempo y su trabajo en conjunto por un fin común, por ejemplo, en el contexto educacional: la primera hacía fortalecer la disciplina individual, y el segundo centraba sus pretensiones en asegurar la libertad de los individuos.
Otra idea interesante respecto a esta misma materia es la necesidad de la “uniformidad religiosa” para la conservación de la patria. Egaña plantea que “sin religión uniforme se formará un pueblo de comerciantes, pero no de ciudadanos” (Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Tomo I, p. 250), lo cual se puede interpretar de la siguiente manera: la religión, al igual que la ley, aporta ciertas virtudes (obediencia a la autoridad, servicio al prójimo, cuidado del débil, etc.) y una determinada visión común de la vida y su fin a los creyentes; en ese sentido es que la religión también educa. Sin uniformidad religiosa (sin orden, sin una misma visión), entonces, sería impracticable la convivencia social, el patriotismo y el civismo, lo cual es signo de debilidad. Quizás es ilustrativo pensar en grandes naciones (Grecia, Roma, España, Francia, Estados Unidos y cuántas otras) y analizar si sus apogeos coinciden con los momentos en que sus habitantes comparten una misma religión, visión o costumbres en común.
Egaña deja plasmado su pensamiento en torno a la relación entre educación y religión en el Código Moral, designado por la Constitución de 1823 (de la cual fue redactor) para regular justamente dichos asuntos.
Resulta especialmente deslumbrante la visión que tuvo Egaña sobre la educación propiamente tal, tan distinta a la que hoy en día impera. Quien ha trabajado este aspecto (y varios otros) del personaje ha sido Javier Infante, en Antiguo Régimen e Ilustración en Juan Egaña, donde explica que “Egaña buscaba influir, mediante la educación, en la formación de un hombre nuevo (...) formado únicamente en la virtud y moral del hombre ilustrado” (pág. 153). Para realizar esta tarea, la educación debía basarse principalmente en la Filosofía Moral, que en palabras de Egaña es “la ciencia de gobernar las pasiones” (Discurso sobre el mejor sistema de educación nacional). Sobre todo, creía que eran las humanidades las que permitían la correcta formación del espíritu y posibilitaban el pensamiento crítico en las personas, y que una educación basada en el libre pensamiento sentaba bases integrales que a posteriori les permitían desarrollarse de buena manera en diversos campos y al mismo tiempo (Javier Infante, Antiguo Régimen e Ilustración, p. 162-163).
Familiarizado con los Clásicos, Egaña argüía a favor de la enseñanza de la Gramática Latina y la Lógica en las escuelas, por “promover la enseñanza del razonamiento, el aprecio por la estética, la conciencia moral y la tendencia a la emulación de las bellas acciones basadas en la virtud” (Javier Infante, Antiguo Régimen e Ilustración, p. 165). Resulta curioso ver el abismo que separa el razonamiento en torno a la educación entre aquella época y la nuestra, puesto que antes la enseñanza tenía como fin la virtud, “el hombre bueno”, ocupando como medios las humanidades (lenguas y literatura clásicas, retórica, lógica y música, por ejemplo) y hoy se observa una clara tendencia a una educación “práctica”: los alumnos adquieren un cierto conocimiento técnico (para dar una buena PTU, por ejemplo) usando como medios fórmulas matemáticas, aprendiendo técnicas de respuesta y ciertas reglas lingüísticas o memorizando hechos pasados, pero impidiéndoles, al fin y al cabo, adquirir un libre pensamiento.
Sería vago, sin embargo, instalar la idea de que Egaña únicamente promovía la educación humanista, al contrario, para él la educación se dividía en cuatro clases, a saber: “1) Moral práctica y costumbres cívicas. 2) Ciencias. 3) Artes. 4) Gimnástica o ejercicios que proporcionen salud, vigor y agilidad.” (Código Moral, art. 88).
Crítica historiográfica. Rescate del personaje y el modelo moralizador
A modo de síntesis o con el afán de abarcar mayor conocimiento se tiende a simplificar la historia y el pensamiento de los hombres, los cuales como seres dinámicos y activos son muchas veces complejos de entender. Esto sucedió de cierta forma con Juan Egaña: se le caracterizó de utópico y excesivamente moralista dejando de lado la lógica y profundidad que implican sus postulados. Javier Infante comenta la causa: “se debe a que se tomó en cuenta sólo la forma y no el fondo de sus escritos perdiendo la profundidad y el valor de su obra y quedando en muy bajo puesto dentro de la historiografía nacional” (Javier Infante, Muy Señor mío, p. 28). Por otro lado, Mario Góngora cree que el enjuiciamiento posterior de tipo histórico-político no debe impedir la comprensión y valoración del pensamiento utópico en sí mismo, su interna coherencia, en su significación como símbolo de un momento histórico y por último, también en su paradójica fecundidad, siendo necesario el pensamiento como el de Egaña para tal momento histórico y social (Mario Góngora, El rasgo utópico en el pensamiento de Juan Egaña, p. 96).
Debemos hacer justicia a uno de los padres de pluma de la patria, y valorar su pensamiento político educacional ya que su lectura no deja de ser vigente y estimulante para el debate actual, sobre todo si entendemos que: “el verdadero hombre de Estado extiende su imperio más bien sobre las voluntades que sobre las acciones, sobre los hábitos más que sobre las leyes” (El rasgo utópico en el pensamiento de Juan Egaña, Mario Góngora, p. 104).