Ensayo publicado en El Libero, el 23 de agosto de 2021.
Por Pablo Errázuriz.
Una leyenda se creó en torno a la figura de Francisco Antonio Encina, difuminando los contornos de la persona real, la de carne y hueso. Al decir de Alfredo Jocelyn-Holt, es difícil distinguir el cíclope del titán en Encina, el monstruo del genio.
El 23 de agosto de 1965, a los casi 91 años de edad, fallecía Francisco Antonio Encina Armanet. Su figura no dejó indiferente a nadie en su tiempo. Críticos y admiradores del autor de Historia de Chile desde la prehistoria hasta 1891 incluso durante su vida construyeron una leyenda en torno a su figura, difuminando los contornos de la persona real, la de carne y hueso. Al decir de Alfredo Jocelyn-Holt, es difícil distinguir el cíclope del titán en Encina, el monstruo del genio.
Nacido en 1874 en Talca –de una agudeza intelectual precoz según propia confesión–, su infancia fue marcada por el ambiente intelectual familiar: su padre, un hombre educado y culto; su tío, rector del liceo de Talca; y el círculo del que ellos se rodeaban lo guiaron por la senda de la filosofía, la literatura, la ciencia y la psicología. Así, antes de iniciar sus estudios formales en el Liceo de Talca ya leía a autores como Suetonio, Ranke, Leibniz o Goethe. Especial impresión le generaron los Pensamientos de Pascal, leídos a los 11 años, planteándole “el problema atormentador del infinito”, como él mismo recordaría años más tarde. Alumno destacado, aunque conflictivo y soberbio, entró a estudiar Derecho en la Universidad de Chile, de donde se recibió en 1896, aunque no ejercería mayormente dicha profesión, dedicándose a sus negocios agrícolas, la política y el pensamiento.
Político, economista y sociólogo
Si bien la mayor fama de Encina es en cuanto a historiador, esta vocación fue de florecimiento tardío, recién a los 60 años. Antes de esto ejerció una reticente carrera política, aparejado de un trabajo intelectual como uno de los miembros más destacados de la Generación del Centenario.
En cuanto a su carrera política, fue diputado por el Partido Nacional durante dos legislaturas consecutivas (1906-1912). Estos serían los únicos cargos políticos que detentaría en su vida. Relata al respecto Guillermo Feliú Cruz que rechazó sistemáticamente ofertas para integrar ministerios, tanto durante su tiempo como parlamentario como después de él. Luego de su paso por el Congreso fundó la Unión Nacionalista (la fecha exacta de su fundación es discutida, pero en cualquier caso fue anterior a 1915), renombrada posteriormente como Partido Nacionalista, junto a Alberto Edwards, Luis Galdames, Guillermo Subercaseaux, entre otros. Sin embargo, el partido tendría una vida efímera, disolviéndose en 1920.
Ya al egresar de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile su futuro académico se veía prometedor. Se cuenta que tanto Valentín Letelier –maestro de Encina– como el entonces rector de la universidad, Diego Barros Arana, le ofrecieron cátedras universitarias, e incluso la opción de crearle una cátedra de sociología. Misma propuesta haría unos años más tarde Domingo Amunátegui Solar. Todas estas ofertas fueron rechazadas por Encina.
A pesar de esto, logró desarrollar una exitosa carrera como ensayista e intelectual, en el contexto de la crisis del Centenario, denunciando la decadencia nacional producida por el Régimen Parlamentario establecido en 1891. Sus escritos más importantes de esta época son Nuestra Inferioridad Económica (1911) y Educación Económica y Liceo (1912). En ellos Encina muestra sus concepciones económicas, sociológicas y educacionales, proponiendo un proyecto económico y educativo para sanar la dañada alma nacional y retomar el rumbo del progreso del país.
Encina historiador
Luego de la disolución del Partido Nacionalista, y durante la convulsionada década de 1920, Encina se retiró de la esfera pública, dedicándose a sus negocios personales. Este retiro cincinatiano finalizaría en 1934 con la publicación de Portales, introducción a la historia de la época de Diego Portales, 1830-1891. El texto rápidamente llevó a su autor a la fama y le ganó el reconocimiento de la historiografía nacional, siendo admitido al año siguiente en la Academia de la Historia, aun cuando, a criterio de Jocelyn-Holt, “el Portales es ante todo un libro de un pensador que, si bien incursiona en el pasado como referente temático, no hace historia estricta, no al menos de la del tipo archivesco o monográfico. De entender a Encina, por tanto, hay que entroncarlo con la clásica tradición decimonónica hispanoamericana, la de los publicistas (…) sólo con el tiempo (…) Encina devino en historiador”.
El Portales fue seguido por un polémico trabajo sobre historiografía, titulado “La literatura histórica chilena y el concepto actual de historia” (1935), en el que criticaba la labor historiográfica nacional, con una particular dureza para con Barros Arana –aun cuando rescata elementos del trabajo realizado por el rector de la Universidad de Chile–. A su entender, las obras producidas en el país distaban mucho del nuevo concepto de historia que se asomaba en el siglo XX, concepto que esboza a lo largo del texto.
Este último escrito tiene la particularidad de servir de hoja de ruta, de declaración de principios, a la que Encina se ajustaría en la producción de la que sería su opus magnum: Historia de Chile desde la prehistoria hasta 1891, comenzada a redactar cuando su autor había pasado los 60 años, y publicada en 20 tomos entre los años 1940 y 1952. Fue un éxito inmediato, tanto en ventas como en críticas, afirmando Feliú Cruz que “Encina se alzó en definitiva con la monarquía de la Historia nacional”. Por sus méritos sería galardonado en 1955 con el Premio Nacional de Literatura.
La fama enciniana no estuvo exenta de polémicas. Su Historia fue criticada por el abuso que hizo de la psicología y teorías raciales, además de por sus ya repetidos ataques a Barros Arana y, paradójicamente, por supuestamente haber plagiado a dicho autor. La discusión en torno a la obra de Encina polarizó a tal nivel la historiografía nacional que aun hoy existen autores que han dedicado páginas a criticarlo, defenderlo o, sencillamente, a intentar entenderlo en sus verdaderas proporciones. Sin perjuicio de esto, es indudable que la Historia pasó rápidamente a ocupar un lugar central en la interpretación de nuestro pasado.
La Historia Genética
El gran objetivo de Encina en la Historia es materializar en una obra concreta la teoría historiográfica esbozada en Literatura Histórica, demostrando la diferencia entre el antiguo y el nuevo concepto de historia, siendo este último bautizado por Encina –en el prólogo al tomo XIX de su Historia– como Historia Genética.
Dicha concepción parte de la diferenciación entre las labores del investigador y del historiador. El primero sería el erudito, el coleccionista y comentarista de los textos, de las fuentes y restos que nos deja el pasado, sirviendo su labor como un presupuesto para la verdadera labor histórica. En esta primera fase, lo relevante es la recopilación y contrastación entre las distintas fuentes a fin de determinar la verdad histórica externa y material, es decir los hechos, las fechas y lugares.
Pero esta labor investigativa sería incompleta, y hasta cierto grado infértil, sin la labor propiamente histórica. Esta última bebe de una profunda intuición e imaginación evocativa del pasado –facultades innatas según Encina–, logrando articular las diversas esferas de la vida pasada en un todo coherente que explique el pasado desde su complejidad propia. Así mientras el investigador simplemente reúne datos sin un sentido de orden –matorral o arbusto lo llama el autor–, el historiador es el llamado a encontrar el encadenamiento histórico, simbolizándolo en ciertos hechos, personas o ideas que encarnan el acontecer, y haciéndolo inteligible al lector. Por ejemplo, para el caso chileno dice: “He utilizado la simbolización auténtica, que en nuestra corta historia se reduce a Portales, la entidad Montt-Varas, los prelados Valdivieso y Salas; y ya fuera del periodo que abarca esta obra (la Historia), Alessandri”.
Es por esto que el historiador propiamente tal sería llamado a reunir un extenso saber de lo humano en todas sus facetas, dado que solo desde ese amplio conocimiento podrá su intuición desvelar el pasado según como se representó a los hombres que lo vivieron –de ahí la insistencia en teorías raciales y psicológicas, que Encina creía que eran la única forma de entender cabalmente el pasado–, y no según marcos ideológicos preconcebidos por el historiador, actitud que Encina estima una “prostitución de la Historia”.
Una última etapa de la escritura histórica sería la propia del artista, quien materializa en el texto la simbolización del encadenamiento histórico. Sin arte no hay literatura histórica posible.
Frente al problema de la verdad histórica, Encina la divide en tres “fases”. En primer lugar, la verdad de los actores, esa de los hombres que vivieron los hechos, y que, por tanto, influyó directamente en el acontecer, siendo la base de la Historia Genética. Es la perspectiva más cercana a la realidad, aun si no puede ser plenamente rescatada en el presente, o incluso, cuando es ininteligible por los cambios de mentalidades, principios e ideas.
Una segunda fase es la verdad intermedia. Esta es la representación del pasado que hizo la comunidad y los autores posteriores para darle un sentido al acontecer pasado, desde una coordenada temporal posterior. En otras palabras, es la interpretación histórica posterior al hecho y que muta a medida que las sociedades avanzan y cambian, diciéndonos más del momento en que nació dicha “verdad intermedia” que de la verdad histórica primitiva.
Por último, nos encontramos con la verdad del autor concreto, quien se explica el pasado según sus criterios mentales personales, mediante los cuales hace inteligible y le entrega un sentido al pasado en el tiempo presente, sabiendo que eventualmente su interpretación será desplazada por otras, pasando a ser una fase de la verdad intermedia. En este punto es donde más existe el riesgo de la prostitución ideológica del pasado.
El historiador debe expresar la verdad de los actores sin mezclar en ella sus propias concepciones ideológicas, buscando simbolizar la realidad tal cual como se le presenta a su intuición, con sus sombras, luces y contradicciones, las que son muchas veces insalvables desde una perspectiva racionalista. Después de todo, los hombres somos volátiles y antojadizos en nuestra vida personal, cosa que se refleja en la historia, muchas veces aleatoria e impredecible. En cuanto a la verdad del autor, esta es necesaria para hacer el trabajo histórico inteligible al presente, pero siempre cuidando de no mezclarla con la verdad de los actores y hechos del pasado, y consciente de que toda historia debe ser reescrita en el futuro para hacerla nuevamente actual al presente lector, porque también existe la verdad del receptor, quien entiende distinto el pasado según avanza el presente.
El lugar de Encina
La concepción histórica de Encina dice mucho del lugar actual que le corresponde a su propio autor. En efecto, las interpretaciones hechas en la Historia y otras obras parecen a los ojos del lector actual como anacrónicas, incluso esotérica, al decir de Jocelyn-Holt. Pero a su vez “suele haber más pensamiento auténtico en una página de Encina que en un volumen entero de nuestras mejores historias”, como señala Feliú Cruz. Es por esto que Encina está a la vez añejo y vivo. La genialidad de su pensamiento y forma de trabajar la historia sigue apelando, a pesar de lo extraño que nos parece al observarlo desde el siglo XXI. Incluso es llamativo como la pieza de museo que en parte es. Un hombre decimonónico que en muchos aspectos nunca abandonó una visión decimonónica del mundo, pero que pudo ver y permearse de los grandes cambios operados durante las primeras décadas del siglo XX.
Volviendo a la pregunta de Alfredo Jocelyn-Holt sobre la naturaleza y recuerdo que le corresponde a Encina, si cíclope o titán, solo queda decir que hay algo divino en Polifemo y algo bestial en Atlas. Y ambos conviven de algún modo en Encina.