Ensayo publicado en Suroeste el 12 de diciembre de 2022
La forja de hispanoamérica y el cristianismo.
Non fecit taliter omni natione
Ps. 147
El día 12 de octubre de 1895 fue coronada la Virgen de Guadalupe; sin duda, el culto más importante de la historia de México e Hispanoamérica. Ese mismo año, en Santiago de Chile se celebraba el Sínodo Diocesano, en cuyo discurso de apertura, ofrecido por el arzobispo Mariano Casanova se planteaba: “Es evidente que se levanta cada día más audaz entre nosotros gran conspiración contra Cristo, contra su religión sobrenatural y revelada, contra su sacerdocio, contra el principio de autoridad, contra la moral y la fe que han presidido a nuestra vida de nación. Se nos quiere quitar todo, y no se nos da nada con que reemplazarlo para la felicidad de la República”.
Era la época inmediatamente posterior a los tiempo de las leyes laicistas y del gobierno de Domingo Santa María, que tantos males causó a la república chilena. Para esa época, Chile ya se había convertido, al igual que el resto del continente, en una pequeña república oligárquica, olvidada y desgajada de la Patria Grande, suelo nutricio y razón de sentido. ¿Qué ocurrió? En este ensayo queremos reconsiderar el sustrato de sentido de Hispanoamérica, desde la proyección como símbolo eficaz de la Virgen de Guadalupe.
Como es bien sabido, la historia de Guadalupe comienza siglos antes de la Coronación. Ya al inicio de la evangelización, como recuerda el documento de Puebla (1979), el rostro mestizo de María de Guadalupe simboliza luminosamente la identidad de la originalidad histórica cultural que llamamos América Latina.
Las dudas sobre este acontecimiento, sin embargo, no tardaron en llegar. En 1794, por ejemplo, el cosmógrafo mayor de Indias, Juan Bautista Muñoz, sostenía que la aparición de la Virgen María a Juan Diego era una fábula inventada por el sacerdote Miguel Sánchez, autor de Imagen de la Virgen María (1648), posiblemente inspirada, continúa Muñoz, por las “visiones etílicas de algún indio” (Memorias sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe en México, 1794).
Ante esta visión, se levanta José Patricio Fernández de Uribe, que advertía sobre los escritores imbuidos del espíritu de las luces, que despreciaban la tradición tachándola de ignorancia. Uribe reivindica la tradición oral ya que las más sagradas imágenes “tienen su principal apoyo en la tradición inmemorial: de común y general a toda clase de personas: de constante y no interrumpida: y al fin de invariable” (Disertación histórico-crítica, 1801).
El método de “comprobación” de los hechos ha sido un tópico en nuestro continente y fuera de él. En Chile, por ejemplo, la historiografía eclesiástica se inicia con las crónicas generales y alcanza significación especial en las obras de los jesuitas Alonso de Ovalle y Diego de Rosales en el siglo XVII. Con la secularización de la cultura —ya sea con la Ilustración dieciochesca (tesis de Morandé), ya con el Cientificismo decimonónico (tesis de Góngora)— se traspasó el método empírico de las ciencias naturales a las ciencias del espíritu, dejando así fuera de cualquier posibilidad de análisis la comprensión de manifestaciones espirituales y supra-racionales.
Rendirse ante las estrechas categorías positivistas, y dejar de lado por completo la dimensión religiosa de la cultura constituye una empresa indefectiblemente condenada al fracaso
El mandato de la historiografía positivista, que intenta acercarse al fenómeno religioso desde criterios que le son ajenos, deja fuera una dimensión fundamental de nuestra historia. Este problema afecta íntimamente el misterio de Guadalupe. En 1688, Francisco de Florencia reconocía que el relato de la aparición no dependía de fuentes escritas, sino de “la tradición constante de padres a hijos”, y que por eso sentaba mal a los incrédulos “que quisieran no tradición constante, sino certidumbre evidente” (La Estrella del Norte: 187-215).
Rendirse ante las estrechas categorías positivistas, y dejar de lado por completo la dimensión religiosa de la cultura constituye una empresa indefectiblemente condenada al fracaso. La cultura, en palabras de san Juan Pablo II es aquello a través de lo cual el hombre ‘es’, más: ‘accede al ser’ (Discurso ante la Unesco en París, 1980, n.7). Transgredir nuestro acceso al ser no es inocuo para aquello que mentamos al decir América Latina.
Pedro Morandé ha recordado hasta el cansancio que la cultura latinoamericana ha sido —y probablemente sigue siendo— mayoritariamente de tradición oral. El cristianismo no se extendió a través de grandes debates teológicos, sino a la sombra de rituales, prácticas, bailes, cantos… Elementos todos que constituyeron el espacio y el tiempo para los habitantes de nuestro continente.
Con el revisionismo histórico en Hispanoamérica se descubrió entre los escombros de la historiografía europeizante un pasado del que ésta se avergonzaba. Ese descubrimiento derivó en un vuelco de la dependencia mental hacia la afirmación de lo propio; una especie de segundo descubrimiento de América, como lo ha llamado Jaime Eyzaguirre.
La forja de Hispanoamérica, como bien recuerda uno de los más grandes discípulos de Eyzaguirre, se entiende desde “tres grandes frentes”: la república de indios, entendida como cuerpo social, con sus leyes y criterios propios; la república de españoles, que incluía a los descendientes criollos; y la construcción de una cultura religiosa común a través de las prácticas conjuntas donde confluyen ambas repúblicas, expresada en la oración, en las asociaciones de caridad, en la educación, la liturgia y el arte (Gabriel Guarda, La Edad Media en Chile, 2013).
Bajo este nuevo signo salen a relucir el mestizaje y el barroco. Ante la dialéctica civilización y barbarie, del argentino Sarmiento, se levanta la idea de la síntesis viviente del peruano Belaúnde; síntesis común a toda la Patria Grande. Eso es el Barroco, la forja de una cultura propia, ni europea ni indígena, de la que surge un sustrato cultural católico y mestizo, como ha recordado el uruguayo Methol Ferré.
Para la historiografía positivista, la dimensión festiva y barroca no pasa de ser un gusto por el detalle, lo anecdótico y lo pintoresco; por la petit histoire. Sin embargo, estos festejos no sólo dan luces sobre la íntima afirmación de la religión por los súbditos, sino, además, sobre aspectos desconocidos de la historia institucional. Marcan el ritmo de la formación de la conciencia patria y de la vida política.
Octavio Paz en su libro Sor Juana Inés de la Cruz, expresa que la extrema religiosidad y su sensualidad no menos extrema aparece en todas las manifestaciones de la Edad Barroca y es común a todos los países y a todas las clases” (1982: 105). El tipo de participación barroca se ubica en las antípodas de la participación política moderna, que queda restringida a un voto esporádico, individual y anónimo. La minoría ilustrada reemplaza la polaridad rey-pueblo, dejando sin voz a los que antes participaban con todo el cuerpo.
Esta antítesis se refleja bien en el misterio de Guadalupe, donde la conversión no ocurrió por la persuasión, sino por la atracción de la imagen. Isabel Cruz, una de las más penetrantes estudiosas del tema, ve la fiesta como “expresión multitudinaria y plena del imaginario colectivo”. Explica que “afloraban durante la celebración festivas las creencias, las devociones, las formas de culto, el recuerdo de las lecturas, el legado de la tradición oral, las experiencias de los ciclos de la vida, las concepciones del espacio sagrado y del espacio profano, las nociones de tiempo, las imágenes de la naturaleza y del paisaje urbano circundantes, las huellas que la vida cotidiana y los objetos de uso diario iban dejando anclados en la psique del hombre de la época…” (La fiesta: metamorfosis de lo cotidiano, 1995).
El Barroco, pues, sobrepasa con mucho al campo de las artes, que no son más que su fruto y expresión plástica. Por eso Calderón hablará del Gran Teatro del Mundo. En la cultura barroca se mira al mundo como escenario, la vida como espectáculo y al hombre como personaje. En la fiesta, el hombre que se presenta abierto “para mirar a través y, por decirlo así, ‘al otro lado’ de lo que a ellos se ofrece de modo inmediato” (Josef Pieper, “¿Qué es una fiesta?”, 1984: 164). Tanto es así que la liturgia, con sus tiempos, va marcando no sólo el calendario religioso, sino también el civil. Se crea el tiempo, ya que “la cotidianidad no se vivía solamente con fiestas sino entre fiestas” (Isabel Cruz, “La fiesta en el reino de Chile”, 1998: 126). No por nada Alonso de Ovalle afirma que la grandeza de una ciudad se mide por sus fiestas (Histórica Relación del Reino de Chile, 1646).
La fiesta de Guadalupe, pues, bien puede ser un acceso al ser íntimo de Latinoamérica.
La fiesta de Guadalupe, pues, bien puede ser un acceso al ser íntimo de Latinoamérica. La Virgen de Guadalupe no elige como mensajero a un español de rango, ni a un cacique o guerrero; se apareció al indio Juan Diego, neófito, macehual u hombre del pueblo, campesino, chichimeca habitante de Cuautitlán. Y no le habló con la retórica de Salamanca, sino en náhuatl. La Virgen quiso ser “paisana nuestra, ser natural y como nacida en México, ser conquistadora y ser primera pobladora” (Francisco Javier Lazcano, Sermón panegírico, 1758).
Al adentrarnos en un análisis más bien iconográfico, como ha hecho Javier García, se pueden apreciar detalles como el siguiente: el moño negro que cuelga de la cintura, indica que es una joven encinta, que lleva en su seno un ser humano. ¿Quién es? Sobre el vientre hay un jazmín mexicano de cuatro pétalos con un botoncito en el centro; es el signo nahui ollin o innollinn, el centro de la cosmogonía y de la teogonía náhuatl, los cuatro puntos cardinales y el origen de la vida y del dinamismo del cosmos. El indígena “leía” que esa joven mujer era la Madre del Autor de la vida y del movimiento de la creación. (“Guadalupe, modelo perfecto de inculturación”, 2014: 222).
La aparición de la Virgen, y su continuidad en la tilma de Juan Diego se proyectan perfectamente desde la realidad cultural barroca; se habla desde una cultura oral, que llama a separarse de lo ordinario, y manifestarse festiva y procesionalmente hacia ella. En el Nican mopohua, escrito por Antonio Valeriano en 1550, se recogen las palabras de María Santísima: “Elegí este lugar y lo santifiqué eternamente con mi Nombre, por lo que mi corazón tendrá aquí su morada y mis ojos verán a mi gente… mi pueblo me buscará en este templo, y yo los escucharé”. Por eso monseñor Casanova se levanta contra el laicismo, afirmando que, al quitarnos la fe, se nos quiere quitar todo lo que tenemos y somos.
La euforia devocional de 1750 quedó súbitamente disipada cuando, en 1767, los jesuitas fueron repentinamente expulsados de los dominios de la monarquía española. En esta época, la de las reformas borbónicas, el espíritu de las luces, y el visitador José de Gálvez, puede apreciarse uno de los problemas que marcaron el telón de fondo de la inspiración guadalupana. Tomemos el caso del Perú, donde el Virrey Amat acusaba a la Compañía de Jesús de “una piedad mal entendida o alucinada, de una falsa creencia que confunde lo temporal con lo espiritual”, siendo, pues, el más grande escollo para el regalismo que se quería imponer (Víctor Peralta Ruiz, “Las razones de la Fe. La Iglesia y la Ilustración en el Perú, 1758-1800”, 2015: 186).
Las reformas borbónicas no hicieron sino horadar el fundamento de la monarquía en el Nuevo Mundo, dando así pie al período de emancipaciones nacionales. En ellas, comenta el mexicano Lucas Alamán, vuelve a florecer la devoción guadalupana, y la que antes había sido aclamada como patrona del Reino de Nueva España, ahora se saludaba como madre y símbolo de la nación mexicana insurgente (Historia de Méjico, 1852: 243).
No es casual que el título que se le otorgue sea el de madre; no sólo de Jesús, sino de la nación mexicana. El mexicano Octavio Paz retoma el tema y habla de la madre india violada en la experiencia del mestizaje. Paz interpreta el culto mariano como una compensación simbólica que denunciaba tal hecho (El laberinto de la soledad: 59-80). En el panorama chileno, la tesis puede verse en Sonia Montecino (Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno, 2001), Pedro Morandé (“El varón en la cultura. Reflexión sociológica”, 1984), y Gonzalo Vial (Cinco siglos de historia, 2009), entre otros.
El padre solo representaba —según Morandé— una función, un papel ritual, pero sin rostro concreto y, en consecuencia, el único punto de referencia para el hijo pasó a ser la madre, con la que sí fue posible establecer una relación personal. De ahí que la Mistral afirme que su sentido de mundo es maternal, “porque ella me dio desde la palabra a los gestos” (“Hija del cruce”, 1942).
La ausencia del padre tiene, a su vez, como contrapunto natural, la figura de la madre. La identidad femenina se constituyó en torno a la maternidad (Catalina Siles, “Ausentismo paterno en Chile” 2022: 9), a una relación personal y concreta. De este modo, la transmisión de la cultura se valió de dos vertientes separadas y en planos diversos. De una parte, está la cultura letrada, masculina e institucional (fundamentalmente desde Gálvez, y con plena continuidad en el período republicano), y de otra, la cultura que se transmite junto al fogón familiar, dada por la madre, “desde la palabra a los gestos”.
La figura de la madre ocupa un doble lugar simbólico en nuestra América. En primer lugar, ante la divisa de “viva el rey y muerte al mal gobierno”, que bien puede aplicarse retrospectivamente a la Conquista. Isabel, la madre que se desgrana en el dolor. Precisamente en Guadalupe, Isabel manda que “si en algún rincón aún ignorado subsisten formas de servidumbre, cualesquiera que fuesen, deberán considerarse suprimidas”.
En segundo lugar, y de modo principal, vemos el lugar central que ocupó la Virgen María en la evangelización de América, se vale también de este desacople marital. María es símbolo y figura de la sombra maternal, a cuyo amparo nos acogemos todos.
Una década antes de la Coronación, en 1883, el novelista liberal mexicano Ignacio Manuel Altamirano confesó que todos los mexicanos, sin importar su partido o raza, veneraban a la Virgen de Tepeyac, y que en su santuario se consideraban todos como iguales, dejando de lado diferencias de rango y clase (“La fiesta de Guadalupe”, 1883). Un liberal que descubre el Barroco… Un siglo después de la Coronación, el Documento de Santo Domingo (1992) expresa que “María es el sello distintivo de la cultura de nuestro continente”.
La Edad Media Hispanoamericana, media entre la cultura amerindia y la europea, es porfiada y se niega a llegar al otoño. Mucho se ha hablado desde octubre de 2019 en el “desacople” entre élites y pueblo. Pues bien, aquí hay uno bien íntimo y bien claro: una elite que avanza por experimentos europeos, y un pueblo que mantiene viva y fresca la Edad Media en la piedad popular, en fiestas y procesiones, en peregrinaciones y santuarios, en las animitas que pueblan nuestros caminos. Hace cuatro días pudimos ver en acción esta “pulsión” en el millón y tanto de peregrinos que acudieron a Lo Vásquez. Cosa que se repite con La Tirana en el norte y Yumbel en el sur. Y podríamos agregar La Candelaria en Copiapó, el Jesús Nazareno de Caguach en Chiloé, Cuasimodo, la Cruz de Mayo…
La tradición oral, que fluye entre fiestas y peregrinaciones, ofrece una manera alternativa de ver el mundo. Ante la modernidad ilustrada, desgastada y criticada por todos sus flancos, América Latina tiene para ofrecer otra modernidad: la del Barroco, nuestra Edad Media. La tradición chilena no vive en elites arrobadas y zarandeadas por cualquier viento de doctrina, sino en la firme tradición de su pueblo, abierto al pasado, a la tierra y a la trascendencia. El gran desacople se resuelve, pues, “desde arriba”, pero no disciplinando violentamente la cultura, al decir de Nietzsche; sino abriendo el entendimiento para comprender la realidad, con la humildad que enseñó san Juan Diego.
[El autor agradece los comentarios de Ramón Jara y José Antonio Vidal a un primer borrador de este ensayo]
Ignacio Stevenson
Director Editorial Tanto Monta