Ensayo publicado en El Libero, el 30 de marzo de 2022.
Por Juan Pablo Cafena.
Volver a estudiar los cimientos del orden institucional chileno puede considerarse un ejercicio del máximo interés para cualquier ciudadano atento a los asuntos públicos. Resulta significativo, desde luego, el intento por recurrir a la tradición constitucional de la que tanto se habla entre nosotros; una labor de gran provecho para quien quisiera conocer el modo en que nuestros antepasados enfrentaron sus primeras dificultades políticas. No es seguro que todas aquellas obras de antaño puedan ni deban ser replicadas, pero basta captar la seriedad con que nuestros gobernantes asumían sus proyectos para valerse de un buen antídoto contra las improvisaciones acríticas del sofista de moda.
Situándonos en contexto, se suele afirmar que el período que siguió a la abdicación de O´Higgins en 1823 se caracterizó por el intento por erigir una institucionalidad sólida, capaz de afianzar la independencia política lograda pocos años antes. Al respecto, es común que se citen las distintas sucesiones de gobiernos y los fugaces ensayos de articulación del régimen político; una tarea de inconmensurable dificultad que legó varios fracasos, pero también saludables experiencias para el aprendizaje de las autoridades de la época.
Es en este contexto que conmemoramos, un día como hoy de 1823, la apertura en el plano institucional de un período tumultuoso; el inicio de una etapa de luces y sombras políticas y constitucionales. Un 30 de marzo, los plenipotenciarios de la República acordaban el denominado Reglamento Orgánico y Acta de Unión del Pueblo de Chile de 1823; el primer desafío de un período habitualmente conocido como de “ensayos constitucionales”.
Ya es casi el bicentenario de una Constitución transitoria: un experimento extrañísimo a los ojos del ciudadano moderno, acostumbrado a Cartas estables y de larga duración. Quizás sea esta peculiaridad la razón que explica que no haya merecido especial atención de parte de la historiografía nacional. En efecto, mientras otras constituciones como la “moralista” o la de 1833 –para qué decir las posteriores– han provocado ríos de tinta entre nuestros historiadores, el Acta en comento solo recibe breves menciones, que la vuelven virtualmente invisible incluso al lector versado.
No obstante, ¿vale la pena detenerse en un breve documento de 41 artículos cuya duración fue de escasos meses? Hay buenas razones para creer que sí. Dos aspectos revisten particular significado: la institución del Senado (Título III) y la división política del Estado (Título V).
¿Un Senado “legislador y conservador”?
El Acta de Unión de 1823, en consonancia con las Cartas previas, otorgó especial relevancia al Senado como institución republicana. Buena parte de sus atribuciones se remitían directamente a las doce potestades que la Constitución de 1818 le había conferido. Lo que más llama la atención, sin embargo, es la acogida de un concepto que no vuelve a utilizarse en ninguna otra Constitución en la historia de Chile con posterioridad a 1823. El artículo 3° del Reglamento Orgánico dispuso: “Habrá un Senado Legislador y Conservador compuesto de representantes que nombren las Intendencias”. ¿Qué implica un Senado Conservador?
Se trata de un concepto asociado a los resguardos de las garantías individuales frente a los actos de la autoridad; una suerte de protección ante el poder público. A su vez, se ha identificado con la moderación de los actos del Ejecutivo y del legislador en aras de lograr el debido respeto a la Constitución. Como es de esperarse, la noción ha evolucionado con el tiempo, pues los órganos que han detentado las facultades conservadoras han sido distintos. El Reglamento que comentamos lo radicaba en el Senado, pero con posterioridad, la Constitución de 1833 crearía la “Comisión Conservadora”, cuyos objetivos se le asimilaban. Al día de hoy, tales facultades las detentan los Tribunales de Justicia.
Ahora bien, la propuesta de otorgar facultades conservadoras a un órgano legislativo resultaría objeto de febriles críticas en nuestros días. Los más duros adversarios replicarían que el mismo legislador podría ser un actor relevante a la hora de vulnerar disposiciones constitucionales en el ejercicio de su función pública. Por lo demás, resultaría inconcebible, a la luz de las experiencias, encomendar la protección de los derechos ante la autoridad en un cuerpo de naturaleza politizado. Con todo, cabe notar que en aquella época existía cierto consenso en que el Senado se distinguía como un bastión del orden; un guardián de la institucionalidad vigente que servía de contrapeso a los demás poderes. Además, se consideraba, teóricamente, que el senador idóneo había alcanzado madurez de carácter, consolidación de las virtudes políticas y una reconocida autoridad social. Muchas de estas nociones provenían de los federalistas en Estados Unidos, cuyas doctrinas permearon con dinamismo en la élite nacional.
Así las cosas, el Reglamento Orgánico delegó en el Senado la responsabilidad de “indemnizar los perjuicios que sufran el Estado o sus individuos por los abusos de sus funcionarios (Artículo 8), o la obligación de que “ningún habitante de Chile podrá ser expatriado, ejecutado de muerte, mutilado o condenado a más de un año de prisión sin que se pase un boletín al Senado en que conste que ha sido juzgado en tribunales establecidos por la ley y anteriores al delito” (Artículo 13). Sobre este último punto, el Senado será responsable “si estando instruido de que algún habitante ha sufrido o va a sufrir alguna de las penas prevenidas en el anterior artículo, sin ser legalmente juzgado, no practica todas las gestiones y reclamaciones protectoras de su ministerio, haciéndolas manifiestas al público” (Artículo 14).
El mensaje que subyace al articulado no es sino la consecuencia natural de la visión del Senado como garante de la moderación política. Es de su esencia ser la institución de la compostura al momento de dirimir sobre asuntos de especial gravedad y sensibilidad pública. Si esto es razonable, cualquier intento por constituir un Senado cuyas atribuciones sean débiles y atenuadas en estas materias podría ser catalogado como desleal a su sentido más básico y originario. Ya en 1823 estaba claro.
El problema administrativo-territorial
Es posible que el acuerdo más sustantivo logrado por el Acta haya sido el relativo a la división territorial. Sin ir más lejos, el mismo título del documento advierte la pretensión de resolver un conflicto de organización administrativa.
A la sazón, el país se encontraba dividido en tres provincias, según lo habían dispuesto los reglamentos constitucionales previos y la tradición colonial: Coquimbo, Santiago y Concepción. Las tensiones políticas e inestabilidades propias del período, no obstante, exaltaron los ánimos hostiles contra Santiago; las provincias se sentían en una situación disminuida respecto a la capital. Según el historiador Francisco Antonio Encina, inconscientemente envidiaban sus mayores recursos y les irritaba su predominio. La crisis asomaba en el horizonte.
Fue entonces que, como consecuencia de las agitadas circunstancias, O´Higgins abdicó de su cargo y se constituyó una asamblea provincial en Santiago para disponer del mando. El primer acto de la asamblea fue designar representantes de las provincias que acordarían las bases de un texto constitucional provisorio que conciliara las disputas territoriales. La junta de plenipotenciarios, constituida por Juan Egaña, Manuel Vásquez de Novoa y Manuel Antonio González, convinieron en el texto que comentamos, con modificaciones sustanciales a la organización administrativa conocida a la época.
En efecto, el territorio nacional pasaría a dividirse en seis departamentos, debilitando a las tres grandes provincias. Cada departamento era gobernado por un intendente y se elegían representantes por cada quince mil habitantes. Tal demarcación estableció nuevas capitales provinciales y fijó los límites de cada jurisdicción. Ahora bien, sin perjuicio de la multiplicidad de territorios administrativos, los plenipotenciarios procuraron conservar el gobierno unitario, con un solo gobernante y legislación.
A pesar de las innovaciones contenidas en el acuerdo y su utilidad como válvula de escape al apasionado sentimiento regionalista que imperaba, alguna parte de la historiografía ha estimado que la división no fue sino un artificio legalista que no se identificaba con el país real. La Constitución escrita, con una demarcación simulada e inexplicable, no guardaba relación alguna con la fisonomía efectiva de Chile. Las tres referencias tradicionales de Santiago, Concepción y Coquimbo, en lugar de potenciarse, habrían sido desplazadas bajo una inagotable motivación por reemplazar legislativamente una realidad social y geográfica ya definida.
El legado de una Constitución transitoria para el Chile de hoy
Llegados a este punto, resultan forzosos los paralelos con la contingencia. Es casi una certeza que la institución del Senado como tal no subsistirá, y que la división político-administrativa estará sujeta a grandes innovaciones. ¿Qué impacto puede tener la desaparición del Senado en la configuración de nuestro diseño político? ¿Qué consecuencias supone trazar líneas en el mapa cuando no se identifican con el terreno que buscan representar? ¿Podría una Constitución escrita imponerse a la “Constitución real” de un país? ¿Cuán necesarias serán las marcas de nuestra huella histórica para resolver las controversias del presente? Solo el tiempo podrá contar cuánto cambia lo circunstancial y cuánto permanece lo perenne.